miércoles, 1 de abril de 2009

Penélope literaria

Tengo un trabajo que escribir sobre Neruda y en vez de eso abro el Facebook y veo, como idiota que soy, como el pobre diablo, perro desvalido en medio del Jirón de la Unión que soy, las fotos de la "amada" de turno, la inalcanzable, la out-of-my-ligue de la hora. Qué desprecio por los círculos, qué desesperanza en la repetición. Observo. Sonríe. Hace muecas. Abraza a gente que no conozco. Toda una vida -¡carajo!- allí, fuera de mí, fuera, con gente que no conozco, sonriendo a otros hombres, acaso coqueteando con ellos, toda una vida, carajo, allí afuera, sin mí, divirtiéndose sin mí, pasándola bien en mi ausencia, como si no existiera, como si todo se redujera a mi nulidad. ¿Cómo es esto algo que me cueste tanto concebir? ¿Cómo es que imagino que mientras no estoy allí ella está sentada en una silla, mirando el vacío, sola, en la nada, esperando, como una Penélope marioneta, como una Penélope hiperpenelopizada, cómo, cómo? La miro. Siento envidia. Como si ella fuera un personaje en una novela. Como si quisiera emular ese secreto placer del lector que sabe que sin él esos personajes no despiertan, que no viven si no se les lee, que duermen, quietecitos, sin hacer ruido, duermen y esperan en la desesperanza de la página cerrada, esperando, sí, esperando a que el lector llegue por sed o azar, por solaz o con afán investigador, por lo que sea, pero que venga, sí, venga y abra la página, venga y les dé vida. La secreta convicción del lector de que ellos dependen de él para ser, y de que no harán nada importante que ellos no puedan ver, sentir, oler, nada importante de lo que ellos serán excluídos de participar. ¡Penélope literaria, Penélope! Y ella allí, en Facebook and having fun. Ella y su mejor no. Ella y su belleza como bofetada en un día de bochorno. Qué pristinos esos momentos de diversión, de sensación de que everything fits in, de que hay algo, algo, algo. Acaso ahora esté siendo besada. Acaso alguien, nadie, haya, sí, haya y con la rotundidad de la piedra arrastrada, de la jaqueca, del Mi bemol del Adagio de la Pathétique, haya. Y yo aquí, poniendo palabra sobre palabra, articulando naderías. "La tragedia del escribir", decía Williamson ayer, en su curso sobre Borges. La verdadera tragedia del escritor no es la de no poder comunicarse con el lector -cosa que podría entenderse como la tragedia del periodista, o la tragedia del locutor de radio- no y mil veces no. La tragedia del escritor es la tragedia de la necesidad, la inevitabilidad de escribir. La locura del escribir, la derrota del escribir: porque todo ejercicio literario encubre una derrota, sí, una derrota como ser vivo, una derrota en el mundo de afuera: la escritura es la negación de la vida. La escritura es la negación de la realidad. La escritura es la derrota frente al tiempo, frente a la constante transformación de las cosas. Carajo, lo dice el mismo Borges

Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas.

y como Borges, como cualquier escritor, como Pirandello que decía "cuando no se sabe vivir la vida, hay que escribirla", a mí me ha tocado la desgracia -¡qué bien que lo entendió Bolaño, que cuando le preguntaban si quería que Lautaro, su hijo, se volviese escritor, respondía: "Yo quiero que Lautaro sea feliz, así que mejor que sea otra cosa"!-, la desgracia de justificar mi existencia con sílabas, tildes y puntos negros. Qué desesperanza. Carajo, qué desesperanza.

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