jueves, 3 de noviembre de 2011

Acabo de terminar la novela de Javier Pizarro, condiscípulo mío de la facultad (aunque la verdad es que no lo conozco), La vereda más larga del mundo, que ganara el Premio PUCP hace un par de años. El título no me gusta, aunque entiendo sus posibles significados: el eterno ser adolescente, la larga vía hacia la adultez, el recorrido aparentemente infinito que tenemos que recorrer como nación hacia la integración total y la convivencia pacífica. La he leído en un par de días: ayer, mientras me emborrachaba (la crisis que "tú no sabes qué es vivir en crisis", según ese señor que es mi papá), y hoy, durante la tarde y la noche. La verdad es que no me he despegado del libro.

Influencias que se me ocurren de inmediato: los cuentos de Silvio en el Rosedal de Ribeyro, Los cachorros y La ciudad y los perros del marqués, Los inocentes de Oswaldo Reynoso (ese librito maravilloso que de pura suerte leí, gracias a un articulito excesivamente idealizante de una revista conocida). Epígrafes: Adén Arabie de Paul Nizan (no la he leído), Los detectives salvajes y un par más por ahí de autores para mí desconocidos. También Hernán Castañeda citaba la misma novela de Bolaño, lo que debe ser significativo en la relevancia del chileno tanto para el relato adolescente como para la prosa latinomericana. Casa de Islandia también era una novela adolescente (que pronto releeré, por cierto, porque la primera vez que la leí lo hice mal y sin perspectiva). Y yo también, desde luego, pretendo escribir una novela adolescente. ¡Cuanta obsesión por ello aquí en nuestro país! Ha de ser síntoma de algo. ¿O será que todos los escritores jóvenes comienzan escribiendo sobre su adolescencia, sobre el ser adolescente? Aunque pueda resultar contradictorio (se me ocurre ahora mismo mis CDs que mezclaban Silvio Rodríguez con Dream Theater), pienso en Bryce y en Arguedas: en Agua y en Los ríos profundos, tanto como en Julius, el niño representa la esperanza de una nueva visión de la sociedad, un nuevo "mundo" en donde la sensibilidad sea inclusiva y supere aquella heterogeneidad no dialéctica de la que hablaba Antonio Cornejo Polar. Luego están los ejemplos más obvios: el marqués, Reynoso, pero también Martín Adán con La casa de cartón. Y también algunos cuentos de Ribeyro, desde luego. En fin, esto ya ha sido señalado por la crítica, no digo nada nuevo. Sólo intento ordenar un poco mi panorama. ¡Pero qué doy excusas, si esto lo escribo para Micky!

Vuelta a Pizarro. Su novela es estupenda. Lo digo así, de frente. Sus personajes están muy bien construidos; su forma de narrar, relativamente novedosa (ese petit novelista francés, Frédéric Beigbeder, narraba uno de sus libros en las seis personas gramaticales), desde ese al que interpela un narrador que descubrimos en la última página (en una última vuelta de tuerca un tanto pretenciosa, efectista y acaso innecesaria: quizás el rezago de escribir cuentos con finales KO), funciona bien a nivel de textura, no entorpece y deja que el relato fluya sin obstáculos hasta el punto en que uno deja de notarlo. Dentro del contexto en que se mueve la novela podría incluso decirse que es un gran acierto usar la segunda persona, en cuanto que la actitud de confrontación e interpelación a sus personajes es susceptible de ampliarse al lector peruano, al ser peruano, y obligarlo con ello a asumir la responsabilidad de lo que ocurrió y ocurre en el país. Como si la novela hiciera que el lector se diera cuenta de su papel en el desastre que se narra.
Otro lugar común de la crítica actual afirma que desde los ochenta el escritor peruano ha intentado escribir la gran novela del terrorismo. Las obras recientes de Alonso Cueto y Santiago Roncagliolo sirven de ejemplo inmediato. No sé si Roncagliolo lo logre (aún no he leído su novela), pero ciertamente Cueto no lo hace. Si bien Pizarro entra en esta línea, no sé si su novela pretenda tal objetivo. Al principio me parecía un poco injustificado narrar la historia del comandante dentro de una novela construida en base a personajes adolescentes, pero luego, con los pasajes de las andanzas de Noel por el centro y los recuerdos de los apagones y los toques de queda de Ignacio, la sensación se difuminó. Me ha gustado más la segunda forma en que el autor decide narrar la historia del comandante, en que abandona ese "tú" que desentona con el resto de los relatos y lo transforma en uno contado a su hijo, Diego. El pasaje sobre el operativo del Otorongo y su escuadrón de la muerte en la sierra es verdaderamente memorable. Está narrado de manera impecable, cada detalle puesto allí para dar mayor realismo a la escena. Que un chico de mi edad haya logrado semejante verosimilitud es admirable.

Sí, la madurez de Pizarro como narrador está plasmada, me parece, en esos detalles que dan un contorno tridimensional a sus escenas. Las velas y las lámparas de querosene alumbrando a unos estudiantes universitarios desesperados por estudiar en pleno apagón, por ejemplo. Y otros detalles más que ahora, por más que me esfuerzo, no logro recordar, pero que hacen a uno preguntarse "carajo, ¿cómo diablos sabía eso?". Son especialmente rescatables, por su brutalidad y violencia (que a mí me recordaban los terroríficos episodios narrados en Las benévolas), las escenas del suicidio de Alma y de la masacre de la tropa del Otorongo. Pero también esa última pelea entre Ignacio y Diego (el detalle de los ojos hinchados de lágrimas que revela Diego tras sacarse los anteojos negros me parece formidable), que tanto recuerda a la del Jaguar y el Poeta hacia el final de La ciudad y los perros.
El tema de la milicia y la adolescencia en "collera" no es lo único que Pizarro comparte con ese primer Vargas Llosa. También lo acerca a él la estructura de La vereda, con sus partes constituyentes hechas de relatos de un puñado de personajes y sus saltos temporales. Lo que me lleva a los defectos de la novela. La primera mitad de La vereda es narrada a través de las interpelaciones a Diego, Ignacio, Noel y el comandante Otorongo. En los relatos de los tres primeros aparece un personaje común, Alma, de quien Diego e Ignacio se enamoran. Alma es pues sólo referida, de ella sólo se habla, y en lo que cuentan los demás de ella podemos adivinar su historia completa: su enamoramiento de Ignacio, su breve noviazgo con Diego, la violación que ejercía sobre ella su padrastro, sus escapadas nocturnas, su contagio de una enfermedad mortal y su suicidio. De hecho, la primera línea del libro nos revela que Alma está muerta. De modo que cuando llegamos a la segunda mitad y nos topamos con una larguísima intervención de Alma (que contrasta con la fragmentación de las numerosas intervenciones de los otros personajes), ya conocemos su historia de cabo a rabo. Lo que hace de su testimonio un tanto tedioso de leer. Esto es defecto de racionalización de información: Pizarro no ha sabido bien cuándo y qué cosas callar para que el lector, al llegar a la intervención de Alma, mantenga el ansia de saber algo de su historia que todavía se le mantiene oculto. La sensación de hastío se intensifica en la medida en que uno ya sabe en qué terminan las historias de los demás: que Noel se fue a los Estados Unidos, que Ignacio se volvió un drogadicto y que Diego tuvo un hijo prematuramente y que se ha convertido en un adulto fracasado e infeliz. Hacia la página 190 uno tiene la sensación de que la novela se está extendiendo demasiado. Claro que Pizarro se reivindica al final, pues nos regala esos pasajes estupendos sobre el suicidio de Alma y el operativo del comandante. Pero el error se mantiene ahí, y uno tiene la sensación de que la novela lleva al medio una gran meseta que pudo haberse resuelto de manera más feliz.

El personaje de Alma me parece asimismo el menos original, el más cliché de todos. Es el síndrome Violeta Valéry: la mujer-prostituta que termina siendo castigada con la enfermedad y la muerte. El que su conducta se justifique por la violación de su padrastro hace aún más ordinaria su figura. Me gusta más la crisis que desencadena en Diego y en Ignacio. Me ha gustado más verla desde las consecuencias de sus actos.

Sea como fuere, La vereda más larga del mundo es una gran novela, de sorprendente eficacia y fuerza para un autor tan joven. Da ganas de seguir la futura trayectoria de Javier, que promete en abundancia. Ojalá que publique algo nuevo pronto.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

¡Atención, atención, que se viene el huayco! Huayco sentimental, aluvión de recuerdos y quereres mal queridos y muy deseados. ¡Atención, que quiero hacerme el poeta! Yo sólo quisiera ser siempre el de las primeras écoutes del A 18' del sol, tirado en mi cama y sempiternamente fascinado por la belleza de que es capaz el hombre.
¡Elhombrelatinoamericano!
Qué odio y qué hastío. Hasta me entran ganas de volverme musculoso y olvidarme del mundo. Como el imbécil del protagonista de la novela del imbécil de Murakami. ¡Y con los amigos que tengo, que me incitan al suicidio! Así no se puede.
He decidido irme un buen día y olvidarme de todos. A ver si se acuerdan del buen Julito, del que soñaba con escribir la mejor novela del mundo, de ese huevón que supo del amor sólo de oídas.
¡Atención, atención, que se viene el kamikaze!
(Son inevitables estos arranques en un drama-queen. Drama-king, Hamlet con su calavera, hundido en su propio ombligo que es también el hoyo en la tierra para el cuerpo de Ofelia -¡esa que nunca tocaste, pero bien que te pajeabas pensando en ella, en ella con la máscara de tu madre!- y, de paso, para el suyo. ¡Oh Laertes!)
¿De qué sirve ser un eterno adolescente si uno no se deja un espacio para hacer literatura de desesperados?
Tanta belleza que me cierra (me sierra) la puerta en la cara.
¡Volver a Argentina, a Nehmt meinem Dank y a las vísperas eternas! Eso sólo con la novela. ¡La novela! Me estoy dando impulsos leyendo a los noveles escritores de nuestra universidad. Ya escribiré algo de esas lecturas.
Es bueno que ya nadie lea este blog. De algo ha servido dejarlo ahí, congelado, aparentemente muerto, y que ahora regrese como el borracho al que creían atropellado (como mi tío Raúl en año nuevo, los traumas de mi vieja con el pan alemán, etc.) o como el fantasma del Rey Hamleto, a joder la existencia. O no, a hacer soportable la existencia. ¿Recuerdan la crisis? Pues por ahí va la cosa. Pongan Creep de Stone Temple Pilots, escuchen atentos la primera línea del coro, métanle su poquito de La ciudad y los perros y verán a lo que me refiero.
Como dirían los chilenos de Genitallica, imagina que nunca te pudieras masturbar...