jueves, 30 de julio de 2009

Hace años, le contaba a Facundo, un tanto borracho, hace años me dedicaba a perseguir fantasmas. Los acechaba en la sombra, mordisqueando un poco de la luz que ellos dejaban emanar de sí sin cuidado, anhelando la satisfacción de ciertos caprichos postergados. Alguna vez uno de ellos me descubrió. Sin alejarme de la sombra, el rostro velado a medias, la respiración suspendida, dejé que se acercara; posiblemente en su momento nada me importaba. Pareció reconocerme apenas. Sus ojos, vistos de cerca, me percaté súbitamente, habían perdido todo color. Nadaban en un pozo de rimel corrido esos ojos, esos ojos tan azules como los tuvo seguramente Rimbaud. Apenas notaba la oscuridad bajo la que cuidaba protegerme ante el crepúsculo del fantasma. Levantó lentamente la mano derecha, la acercó hacia mi rostro. ¿Y sabes qué pasó? Su mano atravesó mi cuerpo. Mi cuerpo se había vuelto una simple silueta, vacía de toda forma. La miré con cierta tristeza. Ella aceptó con sencillez la confirmación de sus sospechas. No se me ocurrió nada que decirle. Giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia el lado opuesto. Ahora se me ocurre que aún en este momento sigo viéndola irse.
Facundo roncaba tirado en posición supina. Recuerdo que se le podían ver los calzoncillos.

miércoles, 29 de julio de 2009

(...) Such was the weird assortment of misfits who founded National Socialism, who unknowingly began to shape a movement which in thirteen years would sweep the country, the strongest in Europe, and bring to Germany its Third Reich. The confused locksmith Drexler provided the kernel, the drunken poet Eckart [of whom Shirer jots down: "[had] been confined to a mental institution, where he was finally able to stage his dramas, using the inmates as actors"] some of the "spiritual" foundation, the economic crank Feder what passed as an ideology, the homosexual Roehm [a bit politically incorrect, isn't it, Mr. Shirer?] the support of the Army and the war veterans, but it was now the former tramp [in the British sense of the word, of course] Adolf Hitler, not quite thirty-one and utterly unknown, who took the lead in building up what had been no more than a back-room debating society into what would soon become a formidable political party.

W. L. Shirer. Rise and fall. Págs. 65-66.

martes, 28 de julio de 2009

There are many weird twists of fate in the strange life of Adolf Hitler, but none more odd than this one which took place thirteen years before his birth. Has the eighty-four-year-old wandering miller [Hitler's grandfather] not made his unexpected reappearance to recognize the paternity of his thirty-nine-year-old son nearly thirty years after the death of the mother, Adolf Hitler would have been born Adolf Schicklgruber. There may not be much or anything in a name, but I have heard Germans speculate whether Hitler could have become the master of Germany had he been known to the world as Schicklgruber. It has a slightly comic sound as it rolls off the tongue of a South German. Can one imagine the frenzied German masses acclaiming a Schicklgruber with their thunderous "Heils"? "Heil Schicklgruber!"? Not only was "Heil Hitler!" used as a Wagnerian [WTF?], pagan-like chant by the multitude in the mystic pageantry of massive Nazi rallies, but it became the obligatory form of greeting between Germans during the Third Reich even on the telephone, where it replaced "Hello." "Heil Schicklgruber!"? It is a little difficult to imagine.

William L. Shirer, The Rise and Fall of the Third Reich. Págs. 23-24.

lunes, 27 de julio de 2009

Nine Stories: A perfect day for Bananafish



Me acerqué a Salinger por una serie de reseñas que el blogger de El lamento de Portnoy publicó en su espacio hace un par de años sobre Nine Stories (1948-53). Hoy he tenido la oportunidad de abrir el volumen y revisarlo. He leído el primer cuento y casi de inmediato he acudido al blog. Me he decepcionado. Portnoy escribe que

Lo que sí es cierto es que a través de Un día perfecto para el pez banana no se puede saber si Seymour es o no normal, si Salinger quiere que veamos a un hombre normal o a un perturbado, si Salinger pretende algo más que mostrarnos una sucesión interminable de diálogos vulgares que no conducen a nada

cuando, a mí al menos, me parece evidente que Salinger deja suficientes pistas para inferir el estado de su protagonista, y que esto nada tiene que ver con una "perturbación". A perfect day for Bananafish comienza con un diálogo telefónico entre una madre y su hija. La hija se encuentra veraneando en Florida con su esposo; la madre se encuentra preocupada por el comportamiento extraño del yerno, ante el cual la hija no parece hacer mucho caso. Los personajes hacen referencias oscuras a ciertas prácticas peculiares ('funny business') de Seymour (algo con la silla de la abuela, algo con los árboles) que nos hacen inferir, sin duda, que el personaje no es "normal" (en los términos del blogger Portnoy, que no me parecen, por lo demás, los adecuados). Una alusión a la guerra y a un tatuaje nos hace caer en la cuenta de que Seymour Glass ha sido prisionero en la Segunda Guerra Mundial, de modo que su comportamiento, menos el de un "perturbado" que el de alguien traumatizado, responde a las heridas psicológicas generadas por su reclusión. Glass es, como se diría en inglés, un broken man: un hombre profundamente desgarrado. En lo que podríamos denominar la segunda parte del cuento, Seymour se reúne en una playa con una niña, Sybil Carpenter; conversan un rato (aquí se da la "sucesión interminable de diálogos vulgares que no conducen a nada"), se bañan en el mar y se despiden. ¿De qué han conversado? Sólo un tema parece unir con cierta coherencia aquella serie de trivialidades fragmentarias: una niña a la que han visto sentada junto a Seymour en el piano, de la que Sybil está celosa. El resto del diálogo parece carecer de lógica:

"Do you like wax?" Sybil said.
"Do I like what?" asked the young man.
"Wax."
"Very much. Don't you?"
Sybil nodded. "Do you like olives?" she asked.
"Olives -yes. Olives and wax. I never go anyplace without 'em".

Ya en el mar, Seymour le cuenta a la niña sobre los Bananafish. Existen ciertos peces que nadan hacia un agujero dentro del mar; lucen como el resto cuando entran, pero, ya dentro, se dedican a comer bananas sin tregua, y engordan tanto que luego no pueden salir. Entonces, dice Seymour, los Bananafish mueren. Casi al instante la niña le dice al joven que acaba de ver uno; llevaba seis bananas en la boca. Regresan a la orilla, se despiden. Seymour regresa al hotel. En el ascensor, le grita a una mujer (y esta conducta contrasta violentamente con el cariño con el que trataba a Sybil) sólo por mirar sus pies; llega a su habitación y observa a su mujer, que se ha quedado dormida. Entonces abre el cajón y saca una pistola, se acuesta y se da un tiro en la sien derecha.

Un final un poco torpe y pueril para un cuento que, hasta ese momento, ha sido brillante en su ejecución. Consideraciones de valor aparte, la dinámica que encontramos en "A perfect day..." es, en su esencia, la misma que daba vida a The catcher in the rye: se trata de la historia de un hombre en un mundo degradado y malvado. En este mundo, los niños conforman aquel único lugar en el que todavía queda algo de la pureza primigenia: la infancia es aquel momento de la vida en el que se carece de toda maldad. La hermana de Holden Caulfield jugaba este rol en The catcher...; aquí, lo interpreta la inocente Sybil Carpenter. La pequeña Sybil caminando de la mano de Seymour en la playa representa, entonces, una suerte de tautología: la imagen de la playa como lugar de solaz de las penurias del trabajo, y la imagen de la niña, solaz de la maldad del mundo, fundidas en una sola. Este mundo de solaz, de cierta reminescencia arcádica, funciona con una lógica propia, una lógica decididamente irracional. La cejijunta razón de los adultos sólo les ha proporcionado miseria, dolor, muerte; ante la torpeza de esta razón, la playa de Sybil se despoja de toda coherencia, operando a través del rigor lógico propio de los sueños. Esta lógica nada tiene de "vulgar"; si sus elementos "no conducen a nada" es porque, al unirse, eluden adrede toda posible relación de causa-efecto, todo lo que en el mundo de los adultos podría llamarse "coherente", "sensato", "racional" (recuérdese el epígrafe Zen). Allí Seymour tiene derecho a gustar de la cera, y Sybil tiene el derecho de preguntárselo -y todo ello tiene sentido. Analizados desde la perspectiva de los adultos, la charla entre estos dos personajes es, evidentemente, un diálogo absurdo entre una niña y un loco. Dentro de los límites de la playa de Sybil, por el contrario, la locura y la ingenuidad infantil conforman trincheras de resistencia frente aquella racionalidad que todo lo absorbe, que todo lo degenera y lo corrompe, como ya lo ha demostrado con el desastre de la Segunda Guerra Mundial.

Todos estos elementos me parecen bastante claros en el cuento. No veo cómo se pueda considerar a Glass un "perturbado", ni cómo pueden pasarse por alto los significados de la falta de coherencia en los diálogos, llenos de amor y ternura, entre Seymour y la pequeña Sybil. Ahora bien, si me permiten valorar el cuento de Salinger, dire tímidamente que ese final fue por lo menos inadecuado. La violencia con que se cierra el relato, tras una exposición más o menos sutil de sus elementos, no pudo haber sido atinada. Por lo demás, ha sido un buen cuento (vean nomás cuánto me ha dado para escribir). Paladeo la idea de hacer un comentario a los ocho restantes. Vamos a ver qué sucede.

domingo, 26 de julio de 2009

Qué sueño. Qué flojera. Qué cansancio.
Vida estéril. Cierto asomo de culpabilidad.
Pensamientos entrecortados. Incapaz de hilarlos.
Párpados pesados.
No son ni las 9pm.
La modorra dominical. Ya se sabe.
Nada hecho. Nada leído. Nada tocado. Nada escrito
Nada.
Sentado frente a la tele.
Dolor en el riñón derecho.
Dolor en el dedo gordo de la mano izquierda.
Esbozo de cuentos. Transfiguraciones obvias de la máscara psíquica.
Babeando frente a los libros que compré hace unos días en la feria.
Bajando una película de Arsène.
Sueño. Cansancio. Flojera.
Me he puesto a ver volley.
La rusa está buena.
Mismas canciones. Misma sensación de hartazgo.
Flojera de ir a comprar cigarrillos.
Esperando a que baje Arsène. No baja.
No quiero ver más tele.
No quiero jugar más Final.
No, por Dios.
Libro. Third Reich. Shirer.
Índice onomástico.
Qué flojera.
Hacia la W. Página 1597.
Wagner, Richard.
Página 148.
Qué flojera.
"Though Hitler reiterated in his monologue that winter evening that to him Tristan und Isolde was "Wagner's masterpiece", it is the stupendous Nibelungen Ring, a series of four operas which was inspired by the great German epic myth, Nibelungenlied, and on which the composer worked for the better part of twenty-five years, that gave Germany and especially the Third Reich so much of its primitive Germanic mythos."
¿Qué decía Barenboim?
Qué flojera.
Que Hitler podía llorar tras asistir a Lohengrin
¿O era Tannhäuser?
y, en la misma noche, dar una orden
¿qué orden?
presumo, de gran maldad.
¿Era Barenboim?
Cuatro minutos.
Ahora que lo pienso, de seguro,
digo, por la extensión de este
nuevo
formato
-pura poesía-
esta entrada, supongo, cubrirá toda la página
inicial de mi
blog.
Y bueno. También
ya me llegaba al pincho que cada
vez que entrara ese maldito video
de Karajan se reprodujera solo.
¿O no?
¿Por qué ahora faltan siete minutos?
Curioso que escribiendo, la mente, poco a poco, vaya aclarándose.
Ya puedo establecer conexiones. Van titilando las lucecitas que hace un momento estaban apagadas.
Sí, va mejorando, va despertándose el cerebro. Dios, que día tan futil. Qué ganas de fumar. Qué ganas de leer y de tocar.
Cinco minutos. A veces creo que nunca podré volverme a enamorar aquí. ¿Me enamoré alguna vez, amor vanidoso, de abanico en mano, mirándose la joya del dedo? ¿Amor de perro de cloaca, tirando en medio del Jirón de la Unión, la panza bocarriba, la lengua como un pedazo de lija? ¿Amor con acento insular, de manteles caros y platos enormes, de declamaciones en francés de memoria, de sombrillita bajo el resplandor rojo de un bar irreconocible? ¿Amor de faldas de colegiala? ¿Amor de miradas concupiscentes?
Dos minutos. Pienso que me gustaría, si se da la ocasión, buscar un puente en Bruselas, en medio del verano, y mirar cómo el Canal de la Mancha se desenvuelve irremediable entre mi corazón y el olvido.
Un minuto. ¿A qué me recuerda esta estructura de minutos, como separadores de libro en una prosa horrible, infecunda y miope?
Se ha acabado. A Arsène.
Cerebro nuevamente off.

miércoles, 22 de julio de 2009

The beauty of the English language (iv)

(o "I didn't know there was a word for that")

Today: (To) touch cloth


Vengo de dar un pequeño paseo y se me ha ocurrido, ahora que estoy un tanto preocupado por la tesis que tendré que hacer dentro de poco tiempo, que un buen tema sería el del laberinto. Laberinto, digo, como significante argumental -hilo narrativo que se propone, conscientemente, perder al lector en una maraña de imágenes, sensaciones, paisajes, personajes y situaciones diversas en unas pocas páginas- y como significado variable, dependiente de, por decirlo de alguna manera, la exploración que el autor quiere -o se ve obligado a- llevar a cabo. Trataré de explicarme. Estoy leyendo Lolita. Me he reído mucho con la afectación del protagonista, Humbert Humbert, que pareciera estar un estado de estupor constante, crispado por la obsesión que lo posee con respecto a su propia lujuria; se me antoja escribir ahora, out of the blue, que es un poco una parodia -si nos ponemos un tanto caprichosos- de los arrebatos más nobles de los místicos (pienso en una parodia mucho más evidente en el personaje de Anita Ozores, en La Regenta) y de los poetas. Rimbaud sentado en una espelunka (palabra heredada de mi madre), sucio y desprolijo (como Pappo), contemplando el producto de su propio desarreglo sensorial; Blake, aturdido entre revelación y revelación, sentado en una mesa con su esposa, ambos desnudos, ambos cóncavos (palabra heredada de González Vigil), entregados a una lectura espeluznante de la Biblia; San Antonio, alucinado en un desierto; en fin, creo que se entiende la idea. Así está nuestro querido Humbert, con la boca abierta y los ojos en blanco, un hilo de baba recorriendo el mentón y más allá, sentado en una banquita, contemplando a sus nínfulas. La primera parte podría sintetizarse en la búsqueda de Humbert por materializar sus fantasías con la nínfula que la suerte le ha dado en beneficio -o en desgracia- de prendarse, Dolores Haze, alias Lolita. Tras algunas tribulaciones que insuflan la novela de esos vientos, seguramente nuevos para la época (cosa que habría que rastrear, por cierto, si queremos ser exhaustivos), del humor negro (nota aparte, me imagino que parte del escándalo suscitado por la novela de Nabokov habrá provenido de una lectura poco acostumbrada a este tipo de humor: ciertamente, uno no puede tomarse en serio a un personaje que hable de sus erecciones como "manifestaciones ocultas de mi lujuria", histrioniquísimo -si se me permite la cacofonía- en sus arranques neuróticos, casi epilépticos, de pasión por las niñas), decía, tras superar los obstáculos que impedía a Humbert "magrear" a su querida Lolita (que incluyen una sarta inmensa de mentiras, varios proyectos de asesinato de la madre de la niña -con la que se casó sólo para poder gozarse a la hija-, somníferos destinados a dormirlas a ambas, etc.), el protagonista, hacia el final de la primera parte, se ve súbitamente beneficiado por un giro caprichoso del destino -y este tema es fuerte en Nabokov: recordemos que uno de los libros, Éxito, de Sebastian Knight en La verdadera vida... trataba precisamente de aquella magia del azar, que dispone, con un arte superior a cualquier cálculo racional, todas las variables para que un evento enorme y asombroso tenga lugar en la vida de las personas-, decía, por un golpe de suerte, Charlotte, la madre de Dolores, muere atropellada y de repente Humbert se ve libre para hacer de las suyas con su nínfula. Entonces Nabokov ejecuta una vuelta de tuerca en su novela y descubrimos que Lolita, a sus doce años, no era tan inocente ni tan ingenua como sospechábamos, lo que redunda en un placer más o menos exento de culpabilidad -al menos al principio- de Humbert. Entonces termina la primera parte, con una Lolita huéfana, aferrada a su padrastro por carecer de otra persona. Se me ha ocurrido mientras caminaba que la lectura de esta parte es como si uno siguiera el movimiento de una mano al trazar una línea recta. Entonces se abre la segunda parte y es como si esa misma mano diera un giro imprevisto y comenzara a dibujar garabatos en distintas e irregulares circunferencias infernales. Humbert se escapa con Lolita en un auto y las siguientes cien páginas están dedicadas a sus vagabundeos a lo largo y ancho de todo Estados Unidos. Allí comienza el laberinto del que hablaba. La sucesión de moteles, ranchos, hoteluchos de mala muerte y refugios lujosos; la ristra imparable de paisajes desérticos, aceras rebosantes de lluvia, bosques de pinos enormes, lagos incansables, museos, restaurantes de mal servicio, cines decididamente oscuros, en fin, toda una serie de imágenes casi arbitrarias acribillan al lector, que se siente caer en un agujero negro, arrastrado por la geografía compleja, extraña y abrumadora que trazan los personajes en ese viaje que más parece una huída. No he podido dejar de pensar, mientras me ahogaba entre tanta referencia, en la segunda parte de Los detectives salvajes, que, decididamente, tiene un precedente en la Lolita de Nabokov. De hecho, Nabokov y Bolaño comparten el rasgo trascendental de poseer un origen híbrido y disoluto: Vladimir, natural de San Petersburgo, tuvo que huir con su familia de la Rusia revolucionaria hacia Finlandia, huída a la que seguiría todo un peregrinaje desde Oxford, donde estudió, a través de toda Europa hasta terminar, finalmente, en Estados Unidos; Roberto, nacido en Santiago, educado en México y exiliado en Barcelona. Este origen heterogéneo común y la similaridad de la prosa de ambos autores no puede ser coincidencia. Mi hipótesis es que tal origen se traduce en un estilo determinado en que la diversidad cultural se transforma en pluralidad de imágenes sintetizadas, como quien quisiera meter un piano de cola en una caja de bombones, en un capítulo o una parte de la novela determinados; que el que sus personajes terminen perdiéndose en este laberinto es síntoma de la sensación propia del migrante, perdido también en una realidad compleja y desconocida, plural y ajena. Me cuesta, como puede verse, ponerlo en palabras. El laberinto de Lolita es funcional: el estilo disoluto, creado para perder al lector en la maraña descriptiva y narrativa, es el trasunto directo de ese viaje de pesadilla -de lógica estrictamente onírica- que emprende Humbert en la persecusión de su propio placer. En Bolaño, por el contrario, el recurso del laberinto va más allá: el estilo laberíntico es también reflejo de un viaje que Ulises Lima y Arturo Belano emprenden (como Humbert y Lolita, un poco huyendo y sin tener un destino fijo), pero aquí la literatura se mezcla con la realidad y este periplo, que sigue la tradición del "viaje de descubrimiento", bien conocida en la literatura occidental (el ejemplo obvio: el Quijote), se transforma en una suerte de búsqueda de la propia condición latinoamericana que tanto Bolaño como sus personajes parecen ejecutar con furor obsesivo. Es interesante esto que ha hecho Nabokov, de lo cual me voy percatando mientras escribo estas líneas: ese viaje de pesadilla, hijo deforme del viaje de descubrimiento, vuelvo a repetir, porque me gustó la frasecita, con esa lógica rigurosa propia de los sueños. En Bolaño, si mal no recuerdo, es algo parecido, un viaje que a la vez es de pesadilla pero que no deja de ser, de algún modo, predominantemente viaje de descubrimiento. En fin, es un poco eso. Resulta muy sospechoso que la prosa de ambos autores se parezca tanto, cuyo estilo sea una suerte de materialización de una común obsesión apátrida, de esa misma carencia de hogar y de los mismos problemas de identidad.

viernes, 10 de julio de 2009

Doliniana (V) - Dolina lee mi mail :)

El lunes Dolina leyó un mail mío al aire. Fíjense en mi mala suerte: la primera vez que un mail que le mando no me rebota y resulta que todos los teatros en Baires están cerrados por la gripe. Sea como sea, dedicó un espacio especial a su lectura, tras el segmento humorístico, cosa que me llenó de alegría. Aquí lo dejo colgado (dicho sea de paso, da la coincidencia que yo mismo vivo en una avenida que lleva el nombre del otrora "poeta de la juventud", J. Gálvez Barrenechea. Nunca me he topado con ninguno de sus poemas. Creo que terminó siendo político o algo así.)



Siento que se me seca el cerebro. He visto sus fotos y me ha parecido miles away, como si fuera otra persona. Bollocks. Acabo de terminar un trabajo sobre Rimbaud que comienza bien y termina estrellándose como Faetón, aquel huevón, o Ícaro, aquel pícaro. Son las 5:44 am. Me falta aún corregir mi trabajo del Quijote. Ya no tengo cigarrillos. Y el lunes tengo otra entrega. Y lo más triste es que presiento que pasados estos días, cuando no tenga nada más que hacer, me entristeceré aún más.

Anyways. Para ir pasando la madrugada:



martes, 7 de julio de 2009

Recuerdo que en alguna clase de teoría Hopkins contó que Montaigne era tan vago que tenía que obligarse a sí mismo a estudiar para seguir adelante. Me imagino al buen Montaigne acostado en medio del campo, mirando al cielo, sin tener la puta gana de levantarse, y sintiéndose, por eso mismo, terriblemente culpable. Estoy ahora mismo en ese estado. Me la he pasado luchando, a la manera de los wrestlers, con un trabajo que se negaba a darme los tres segundos: a cada tanto se levantaba, más terrible, expandiéndose hasta el infinito. He pactado una tregua y, si bien lo he terminado, presiento que la corrección me va a llevar un tiempo que, como es de suponerse, no dispongo. Sea como sea, no tengo ganas de hacer nada. Y, como Montaigne, ¿qué otro remedio me queda que sentirme culpable? Uno lee los avatares de sor Juana y, te juro, le dan ganas de comerse todos los libros del mundo. Pero ya me ves allí, derrotado en mi escritorio, sin más fuerzas; las olas del conocimiento rompen en esa quebrada yerma, de roca impertinente, que es, por lo pronto, mi pobre cabecita. Cierro el libro de turno, torno hacia el piano; me aburro y vuelvo a abrir el libro, y vuelta a empezar. A la mitad de la página me interrumpe un rostro, una esquina casi olvidada, el sabor de una cerveza tibia en el verano, la sensación de que se me han trabado los pantalones en la cadena de la bici. Sonrío como si estuviera allí; ellos me miran, me apresuro a decirles algo y plaf, caigo como insecto fulminado por el matamosca, con las patitas intentando rozar aún el cielo. Reaparecen la lámpara, el escritorio, como en el poema de Gorostiza. Las letras que parecen bailar una infernal, sempiterna conga. Me rasco la cabeza. Bostezo. Me levanto y prendo el monitor; de puro aburrimiento me pongo a espiar las vidas ajenas. Vidas de gente que, por lo demás, en un estado intelectual más decente, no me interesarían un carajo. Hace un rato, por ejemplo, me he puesto a ver las fotos de mis antiguas compañeras de colegio (en estas situaciones , te juro, uno aborrece la carencia del vocablo acquaintance en la lengua española). Hay chicas que no parecen haber cambiado un ápice de apariencia; otras, las de rostros más interesantes, causan una sensación semejante a la de los cuadros impresionistas, esa suerte de enajenización de una imagen tradicional, ese presentir el recuerdo en una entidad, en cierto sentido, desconocida. Otras más están sorprendentemente buenas (¿o seré yo?). En otro orden de cosas, y para que esta fiaca no parezca injustificada, he tenido un examen oral en la mañana que, para variar, me ha quitado gran parte del sueño. Oral. No hay cosa más absurda que un examen oral en una facultad cuya formación apunta, se supone, al perfeccionamiento de una argumentación del alumno basada en una forzosa -por lo exhaustiva- heterogeneidad de fuentes. Pero a Zanelli no le han dado ganas de corregir exámenes -¡Dios no lo permita!-, y los alumnos nos hemos visto en la obligación de meter la manito en un saquito negro, como si fuera concurso de programa de mediodía, y explicar, a fuerza de tarjetitas y bravuconadas intelectuales, que Tomé Cecial era el empleador de Sancho en La Mancha, que era cerca del mediodía cuando don Quijote bajó a la cueva de Montesinos, en fin, nimiedades tan absurdas como esas. No puedo menos que sentirme como un huevón cuando los exámenes de literatura se reducen a contar lo que sucedió en el libro evaluado, un huevonazo por haberme metido a estudiar una carrera tan inútil y despreciable. ¡Como si fuera servirme de algo recordar quién fue Tomé Cecial, o si Sancho usaba greguescos o pantalones! ¡Como si no fuese más importante la humanidad que atraviesa el Quijote, la desesperación del hidalgo en su locura, las críticas sociales, la confrontación de los estamentos, el nacimiento de la literatura como enfermedad! En fin. Supongo que estoy más enojado por haberme sacado trece que por la organización de mierda de mi carrera. Quisiera dormir, pero no tengo sueño; quisiera leer, pero me falta la capacidad intelectual. Cambiando de tema, ¿sabes qué se me ocurría ayer? Que es imposible extrañar lugares u objetos. Tengo un muy buen amigo que se muere de ganas de regresar a Buenos Aires, y yo me he puesto todo heraclíteo -¿se dice así?- y le dicho que agua que no bebes, déjala correr, y todas esas cosas. Uno puede afirmar con veracidad que extraña visitar las librerías de Corrientes, los gusanitos de goma que servían con el café en el Malba, las cocacolas en botella de vidrio y las criollas de La Americana, bien, pero este tipo de nostalgias son más bien superficiales. Me arriesgaría a decir que lo que uno verdaderamente extraña de una experiencia son las sensaciones particulares que esta le ha provocado, y que toda nostalgia legítima se funda la conciencia de que algo no podrá ya, de nuevo, nunca más. A mí me resulta imposible extrañar Buenos Aires, sencillamente, porque estoy consciente de que el Buenos Aires que yo extraño ya no existe ni volverá a existir jamás: se esfumó con el final de esas sensaciones particulares. Mi Baires fue el olor fresco del cabello de Stephanie, el sabor de las empanadas que preparamos con Pablo, el beso que se negó a darme la canadiense, el helado obligatorio después de una cena con la Gata, el escuchar a Wagner en una tarde de lluvia, las canciones que canté con Fernanda, la taza sin lavar en la que Francisco tomaba vino conmigo todas las noches, la sensación de estar perdido en la madrugada tras salir de Jobs, las carreras que nos echábamos para no llegar tarde al programa de Dolina, la alegría de encontrar una copia anhelada de Tristán en el Ateneo, el arroz integral que Joe me obligaba a comer, la explicación que le di de la filosofía kantiana estando borracho a Jeremy en una pizzería en plena madrugada, la botella de Quilmes por la que casi me arrestan en la calle, todo ello fenecido ya, perdido en ese río en cambio constante, transfigurado por la fantasía en la seguridad de la conciencia de que nada de ello volverá jamás. Ciertamente los extraño a todos; ciertamente, la verdadera nostalgia sólo puede estar vinculada a las personas queridas, en la esperanza de renovar una sensación que no podrá ser ya la misma, en fundar, dicho de mejor manera, una nueva experiencia a partir de esa esperanza, la fe en la potencialidad de felicidad que nos ofrecen ciertas personas. Vaya, ni yo mismo sé lo que estoy diciendo. Ya son las tres y tendría que reanudar mis lecturas. Dios, tengo un examen el jueves y dos trabajos por entregar el viernes, más uno que es due lunes. Habrá que resignarse y trabajar, que ya falta poco.


Just because I can't get enough of it.

viernes, 3 de julio de 2009

Obertura a Die Meistersinger von Nürnberg (ii)



Karajan dirige a la Berliner Philharmoniker en Japón, 1957.