lunes, 31 de octubre de 2011

Caminando por Camino Real, caminando. El sol fijo en el cielo. Seguramente se trata de un síntoma más de mi incapacidad de poder concentrarme, pero pienso en dos cosas al mismo tiempo -así como, mientras ahora escribo esto y al recordar el clima de hace unas horas, se me ocurre que el ejercicio literario es sumamente infértil, que la lectura funciona como hibernáculo para el eterno invierno de la soledad (¡qué cursi estoy esta tarde!) y que la vida, al final, está allá afuera, y no aquí adentro (me señalo con un dedo la sien, y me ahorro por ahora toda la discusión que viene después del gesto)-: 1. en la tipología que representa para mí esta última chica que he conocido, y 2. en que toda novela se escribe aún cuando no se la esté escribiendo. Lo segundo me manda al recuerdo del homenaje a mi profesor, hace unos días, más específicamente al recuerdo del último poema que leyó para cerrar su discurso, el cual jugaba con distintos acontecimientos para centralizarlos en el acto de lectura (cuando escribo, leo, etc., verdaderamente memorable en la lectura de su autor). Cuando no escribo mi novela, pues, escribo mi novela. Otro testimonio de mi pereza. Pero no sólo eso, naturalmente (¡qué gana de llena de adverbios toda oración!): como cuando, hace unas semanas, releí una de las entradas de este blog y se me ocurrió todo un pasaje nuevo para la novela que he terminado por olvidar de cabo a rabo. Esto me ha traído de vuelta. Porque cuando escribo, leo; cuando leo, escribo; y cuando no escribo, muero.
Sobre el número uno, caminando por Camino Real bajo el sol (qué día tan precioso puede ofrecer el Olivar), mientras veo los micros que quizás podría tomar si es que consigue ese trabajo del que me habló: chica nueva y atractiva y totalmente opuesta a mí y que -pero esto lo descubrí caminando por las Artes de noche- pareciera ser el Rey Hamleto para mi triste Hamlet, el espectro que se me ha aparecido para recordarme mis deberes morales. Esto último me llevaría a una discusión del ser-hombre un tanto vargasllosiana que, ahora mismo, la verdad, no me siento capaz de emprender. Queda de tarea, cuando tenga la disposición crepuscular necesaria. Ya para mí es todo un modus operandi, esto de 'caer' (anglicismo necesario) por mujeres que no sólo no me darían bola, sino que no tienen nada en común conmigo. Casi casi lo hago a propósito. Psicología barata y zapatos de goma, pero hay que tomar esto en cuenta: que esta chica, como ninguna otra, me recuerda a mi madre. Claro que hay que contextualizar, hay que decir que estos últimos meses, conmigo en casa casi todo el día escribiendo la tesis y con mi madre sin trabajo -lo que ha desencadenado la crisis vargasllosiana a la que me refería-, he convivido con mi madre lo más cerca posible de lo que lo he hecho, probablemente, durante toda mi vida. Lo cual explica que esté con más insistencia en mi memoria más inmediata. La situación, sin embargo, no deja de ser por ello edípica; concedo eso. ¿En qué se parecen? En la ética de trabajo (ambas con la misma carrera) y en lo poco que significa para ambas el arte. Mujeres pragmáticas; cuando me contaba sobre su disposición hacia el amor -el Tristán herido que llevo clavado en el alma se moría de pura pena-, no tengo tiempo para ello, no podía yo evitar pensar en esa pérfida Albión que me rechazaba por lo cercano que ya tenía el regreso a Europa. Pragmatismo amoroso, como el amor de los marxistas (Bryce) o los cuadros de Mondrian (Cortázar). Ello es, desde luego, preferible a estar enfermo de cultura y, para colmo de males, creerse la gran huevada por ser capaz de recordar algún verso o algún parlamento de alguna película (Ghost World; High Fidelity). Cualquier cosa, la verdá, es mejor que ser hipster. Lo dice alguien que tuvo la imbecilidad de serlo en algún momento.
Sobre la tipología de la que hablo, perdónenme la cita de Rayuela

Esas gentes se montaban un sistema de principios jamás refrendados entrañablemente, y que no eran más que una cesió a la palabra, a la noción verbal de fuerzas, repulsas y atracciones avasalladoramente desalojadas y sustituidas por su correlato verbal. Y así el deber, lo moral, lo inmoral y lo amoral, la justicia, la caridad, lo europeo y lo americano, el día y la noche, las esposas, las novias y las amigas, el ejército y la banca, la bandera y el oro yanqui o moscovita, el arte abstracto y la batalla de Caseros pasaban a ser como dientes o pelos, algo aceptado y fatalmente incorporado, algo que no se vive ni se analiza porque es así y nos integra, completa y robustece (cap. 19).

por lo pedante que puede resultar -la gente tiene que chambear y las sutilezas de quien es capaz de ver el trasfondo operativo del lenguaje son sólo posibles en un ambiente de ocio y comodidad-. De allí rescato esto último, la seguridad del es así de las gentes pragmáticas que, con el paso del tiempo, no se permiten el espacio de una duda saludable. Ojalá a mí me fuera dado ser una suerte de Virgilio del espacio artístico, pero carezco de toda pedagogía. Las conexiones que traza mi Wee Br--ain son tan arbitrarias que necesitaría bastante tiempo para explicarlas, y ya se sabe lo que ocurre cuando se explica un chiste. En fin. Si fuera al revés, seguro levantaría harta minita.

Tengo la certidumbre que esto no tiene nada de original, pero se me ha ocurrido una manera de leer que he llamado "lectura contrapuntística" y que consiste en leer un capítulo de una novela y luego otro de otra y así. Claro que para este acto tenga algo de significativo, lo ideal es que se confronte dos libros que tengan siquiera algo en común. Yo lo estoy haciendo, seguramente con mucha injusticia, entre La vida exagerada de Martín Romaña y Rayuela, que estoy releyendo. Ya se sabe que el común denominador es París. Y lo de la injusticia (ya dije lo de los chistes que se explican, ¿no?) es a propósito de la calidad de una y otra novela. A nivel instintivo siento que Cortázar ejerce sobre mí un hechizo mucho más intenso que Bryce. Luego tengo que admitir que ambas novelas tienen personajes bien construidos, si bien Bryce tienda a reescribir siempre a su protagonista (Martín Romaña es un Pedro Balbuena más joven y quizás -lo que es paradójico- menos 'exagerado', ambos son una suerte de Julius crecido y, como se ha repetido infinitas veces, los tres son trasuntos más o menos teatrales -trestristrestrigres- del mismo Bryce). La gran diferencia probablemente radica en el hecho de que Bryce no tiene ninguna intención 'metafísica' -enlace que nos lleva de Cortázar a Leopoldo Marechal-, mientras que Horacio Oliveira es casi paradigma latinoamericano del ser-incómodo-en-su-siendo-ser. Nadie más lejos del ser (así en cursivas) que Bryce, quien más que paisajista siempre ha sido retratista y hasta, si me obligan, caricaturista alegrón del parque Kennedy. Un petit Marcel -más Marcel que nunca en esta novela- de tertulia bien regada en licores finos. Pero no es por despreciarlo, claro. El humorismo de Bryce puede ser sumamente iluminador, aunque no estoy seguro de que esto suceda en Martín Romaña, donde lo más interesante es de lejos el testimonio que da Bryce en ella del París de mediados de los sesenta. Para ser sincero, disfruté mucho más de la tan atacada Tantas veces Pedro. Como sea, la confrontación que resulta del París de Bryce y Cortázar resulta muy, pero muy interesante. Uno y otro persisten en el mito romántico del París que brinda, como ninguna otra ciudad, la oportunidad de llevar una vida de poeta (whatever that means). Y esto a pesar de Bryce y su Nôtre-Dame más bonita vista desde Lima que desde París. El París de Cortázar es mucho más lóbrego, pero he aquí que, aún a pesar de la vida tan terrible que pueden llegar a llevar sus personajes en la ville lumière, la magia perdura y uno termina sintiéndose atraído.