domingo, 26 de abril de 2009

Pecas te dicen, y tu rostro es una noche nublada -de allí a pecadora hay un solo paso. ¿Qué digo, pez obtuso en el remolino del instante perdido, irremisiblemente perdido ya, decidido por unas manos quietas y una botella de agua? El colmo de la exageración, el querer, por pura mendicidad, triangular líneas. Digo querer, y parece como si se me fuera la vida en el verbo. Mis citas de Fígaro y tú mirando tu iPod. Una esquina nocturna, las cejas reverberando de confusión frente a una tienda de pinturas. Los ojos, transeúntes que pasan. Un mohín de conato pleuro. Una música barroca lejana, perdida entre los viñedos. Esa mirada, por Dios -el tremante de los labios. Esa mirada.

sábado, 25 de abril de 2009

Escribe Milan Kundera en La Inmortalidad:

Goethe... vivió en el breve período de la historia cuyo nivel técnico ya daba a la vida cierta comodidad pero en el que un hombre culto podía aún entender todos los instrumentos que utilizaba. Goethe sabía de qué y cómo estaba hecha la casa en que vivía, sabía por qué alumbraba la lámpara de queroseno, conocía el principio del catalejo..., no era capaz de operar él mismo, pero había participado en varis operaciones y cuando estaba enfermo podía entenderse con el médico con el vocabulario de un conocedor. El mundo de los objetos técnicos era para él comprensible y estaba del todo claro. Ese fue el gran instante de Goethe en medio de la historia de Europa, un instante que deja una cicatriz de nostalgia en el corazón de alguien aprisionado en un ascensor que tiembla y baila.
La obra de Beethoven comienza allí donde termina el gran momento de Goethe. El mundo empieza a perder gradualmente su transparencia, se oscurece, se hace cada vez más incomprensible, se precipita hacia lo desconocido, mientras el hombre, traicionado por el mundo, huye hacia su interior, hacia su nostalgia, hacia sus sueños, hacia su rebelión y se deja ensordecer por la voz de su dolorido interior hasta el punto de dejar de oír las voces que le interpelan desde fuera. (...) Se dice que [a Goethe] no le gustaba la música. Es un error. Lo que no le gustaba eran las orquestas. Le gustaba Bach, porque aún entendía la música como una combinación transparente de voces independientes, cada una de las cuales puede ser reconocida. Pero en las sinfonías de Beethoven las distintas voces de los instrumentos se diluían en una amalgama sonora de gritos y quejidos. Goethe no soportaba el vocerío de la orquesta, del mismo modo en que no soportaba el llanto ruidoso del alma. (p. 96)

Punto de inflexión. Northrop Frye, en La imaginación educada, afirma que el mito fundador de la literatura se halla en la historia de la escisión hombre/naturaleza: la expulsión de un Paraíso donde no sólo el hombre poseía todo lo que necesitaba, del que no sólo era dueño pleno, sino al que pertenecía enteramente: hombre y mundo como unidad indivisible. La nostalgia de ese mundo, el deseo de pertenecer, de regresar a esa unidad, inaugura todos los esfuerzos de la imaginación artística y funda, así, la literatura. Así podemos entender, por ejemplo, una simple metáfora en la poesía (digamos, "tus ojos son el sol": es evidente que los ojos de alguien no pueden ser otra cosa que los ojos de alguien -principio lógico esencial: X no puede ser Y y X al mismo tiempo-; el lenguaje, pues, se pliega hacia la recuperación de la unidad hombre-naturaleza, allí donde los ojos son también el sol, como hombre equivale a mundo), o la escena culmen del segundo acto de Tristan und Isolde, en la que los protagonistas, a través del amor, recuperan momentáneamente esa unidad en la que no hay individuos, en la que ambos se funden en un solo espíritu con el mundo:

selbst dann
bin ich die Welt:
Wonne-hehrstes Weben,
Liebe-heiligstes Leben,
Nie-wieder-Erwachens
wahnlos
hold bewußter Wunsch.

(Yo mismo/soy el mundo:/gloria suprema del ser,/vida del más sagrado amar,/sin despertar ya jamás,/dulce deseo conocido/carente toda ilusión)

Frye establece una especie de evolución histórica de la relación hombre-mundo en la que distingue varias etapas. En una primera fase, la más primitiva, el hombre no distingue una división entre su propio ser y el mundo; luego nace en él la curiosidad: observa, analiza, clasifica: el observador y su objeto de observación se escinden, y el hombre comienza a sentir ajeno el mundo, con una constitución distinta a la de su propio ser, constituación aún desconocida, aún por descubrir; en un tercer momento, a partir de la investigación de las formas de la naturaleza, el hombre comienza a crear sus propias formas, formas humanas con las que se siente identificado, formas que son manifestaciones de su propio ser, y que se dedica a plasmar sobre el mundo, en un intento de ligar el entorno con su propia subjetividad, de crear un ambiente al que sienta que pertenece: la creación, pues, de un hogar. Esta tercera etapa marca el nacimiento de las ciencias y el arte: el nacimiento de las formas humanas. Marca también el inicio del mito, la historia del querer-regresar a la unidad natural. La paradoja evidente es que el mismo deseo que promueve el desarrollo del arte y de las ciencias -esa nostalgia del Paraíso- aleja cada vez más al hombre de sus sueños de regresar a la unidad, es decir, lo impulsa a crear formas humanas -formas artificiales- cada vez más complejas y refinadas, las que, como consecuencia, ensanchan progresivamente la brecha que lo separa de la naturaleza.

Pero hay un quinto momento en esta historia, que Kundera ha sabido identificar con precisión. Llega un punto en el que la técnica alcanza tal nivel de desarrollo, que le es preciso ramificar y especializar su conocimiento, pues el contenido de cada rama es tan vasto que excede las capacidades de único individuo. Sucede entonces que el mundo de las formas humanas, la patria artificial que hombre erigió para colmar ese vacío de no-pertenencia, no-identificación con el mundo, comienza también escapársele de las manos: se renueva el mito: el hombre es desterrado una vez más del mundo que creyó suyo, del que construyó para sí mismo. El hombre nuevamente se ha quedado sin hogar.

Es este el mundo al que alude Kundera, el mundo que va desplazando a las viejas generaciones, el mundo del que Goethe se siente espantado, que ya no comprende y al que, en fin, ya no pertenece: el punto de inflexión, el nacimiento de los ferrocarriles, la música de Beethoven, la división del trabajo, la sociedad de masas, las especialidades y el capitalismo. El nuevo mundo que ya no alcanza a comprender el individuo. El nacimiento de una nueva fe, en la que el Misterio ya no es propiedad de Dios, sino de la organización del mundo en el que vive el hombre, cuyo avance escapa su voluntad, y ante cuyo funcionamiento sólo puede resignarse. Y, claro está, el nacimiento de una nueva sociedad y la expansión de las ciudades: el nacimiento de una nueva clase de soledad.

Una nueva unidad. Hoy me he despertado con la intención de terminar con todos los textos para los parciales. Naturalmente, no lo he cumplido: me quedé leyendo Don Quijote y las lecturas -Dios, son tantas-, bien gracias. Ya se acaba el día -¡ay de los sábados y la necesidad socialmente impuesta de salir, y la correspondiente tristeza de su imposibilidad!-, y en vez de hacer mi tarea me pongo a escribir en mi blog. Great. Me desperté a las ocho para avisar en mi chamba que no iba a ir ni hoy ni mañana -el pata se sorprendió ("¿tampoco mañana?"); sólo espero que no me boten, aunque les dejé claro que era por los parciales-, y cómo ayer, también por leer el Quijote, me desvelé, y mi cabeza no estaba para meterle al Antijovio o a Walter Benjamin, me puse a hojear los periódicos hasta que me diera sueño de nuevo. Power nap, le llaman (aunque no sé si aplica para los momentos inmediatemente posteriores al despertar). Abro la edición de Somos que viene con El Comercio, tentado por las curvas de la prostituta brasileña que se acostó con más de 5000 hombres -siempre me ha llamado la atención que las chicas que pretenden inspirar sensualidad salgan en las fotos con la boca abierta; supongo que es un ademán que las hace parecer indefensas, aunque la mayoría de veces sólo las hace verse como idiotas-, leo el artículo, me digo a mí mismo "pobrecita" cuando me entero de que está tan cansada del sexo no convencional que ahora sólo disfruta de la posición del perrito, y en fin, llego a este artículo sobre un tal Raymond Kurzweil, y tras exclamar "¡chucha, el de los sintetizadores Kurzweil!", le echo una mirada. Punto aparte de que Kurzweil (inventor, científico y Nostradamus posmoderno) es parte de ese grupo de personas que le tiene pánico a la idea de morirse -y con bastante razón- y dedica toda su vida a atrasar su muerte a través de ejercicios, dietas y demás cosas, el científico tiene la ventaja de haber esbozado toda una teoría -o, más precisamente, un vaticinio- del fin de la muerte y el nacimiento de un nuevo hombre para darse esperanzas de vencer en su batalla. Aval no le falta: el hombre predijo a principios de los noventa el nacimiento del Internet y de los archivos virtuales (curiosidad borgeana: este mismo acto que ahora ejecuto, el de escribir en mi blog, forma parte del sueño de la misma persona sobre la que ahora escribo). Su nueva predicción es mucho más ambiciosa, pues se extiende hasta el final de este siglo.

Kurzweil afirma que para el 2030 la ciencia estará tan avanzada que será capaz de recrear el funcionamiento del cerebro humano. Poco después, la técnica superará este funcionamiento -el momento que se ha dado en llamar "Singuralidad"-; las máquinas tendrán vida y hasta derechos legales (nos pedirán que no las apaguemos y que las tratemos como personas), podrán pensar y sentir como lo hacen los hombres. Para el 2050, según Kurzweil, podremos implantarnos neuronas computarizadas y poner fin a enfermedades como el Alzheimer o el mal de Parkinson; la realidad virtual, hoy prácticamente en pañales comparada con el futuro, transmitirá la totalidad de sensaciones que nos brinda el mundo. El año 2099 marcará el fin del homo sapiens, será el momento en que hombre y máquina se fusionen en uno solo y nazca una nueva clase de hombre, el Homo Cyborg:

La carne será una carcasa susceptible de ser reemplazada. Usaremos órganos artificiales de repuesto y la falta de memoria no será más un problema. Como si fuera un disco duro, nuestra mente será robustecida con chips de memoria y nuestros recuerdos podrán ser guardados eternamente... El posthumanismo nos llevará a ser inmortales. Morir será una decisión personal. (p. 34)

El mundo de Kurzweil conforma un quinto punto de quiebre en nuestra pequeña historia del hombre, y la inauguración de una sexta etapa en su relación con el mundo: será -si sucede- el momento en que el hombre vuelva a ser amo de las formas humanas, o dicho más precisamente, en el que hombre y forma serán uno solo. También será el momento en que el hombre se despida de su sueño de volver a la Naturaleza, por haber excedido sus capacidades (las de la Naturaleza). El mito llegará a su fin.

Ahora bien, si aceptamos la teoría del mito fundamental de Frye, y concordamos con él en que todo arte se funda en ese deseo primordial de reunirse una vez más con la Naturaleza: ¿qué lugar tendría el arte en el mundo de Kurzweil? ¿El arte siquiera existiría en este mundo? ¿Y qué sería, para ir poco más lejos, de la sociedad y la relación entre los hombres? Toda relación humana se basa en la carencia: buscamos en el otro lo que a nosotros nos falta. A su vez, toda comunicación se basa en las relaciones humanas, por lo que podemos concluír que también se fundamenta en la carencia. En un mundo de hombres-máquina, donde todos sus habitantes son plenamente autónomos -hasta el punto de poder controlar su propia muerte-, ¿existiría realmente un deseo de comunicación, de hallar la plenitud en el otro? Tomemos en cuenta el factor de la realidad virtual. La literatura -y con ella, todo el arte- nació para colmar un vacío, para transformar una realidad insatisfactoria, por medio del lenguaje, en algo, no digamos feliz, pero pleno de sentido. En la literatura los hombres no mueren en vano, ni yerran ni se pierden por ningún motivo. ¿Qué sucedería si esta misma capacidad, don innato de la literatura y del arte, la capacidad de crear experiencias humanas alternas, se desplazara a la realidad virtual de la técnica? ¿Si Don Quijote tuviera la capacidad de desfacer yerros y enderezar tuertos ya no en una realidad en la que sus proezas son burla, sino en un mundo creado por sí mismo que satisficiera todas las exigencias de los libros de caballerías? Frye nos dice que el sentido de la literatura está en su capacidad de hacer soñar al lector, de hacerlo imaginar mundos posibles, y con ello impulsarlo a la creación de una realidad que satisfaga las verdaderas expectativas que, como hombre, tiene de su propio mundo. A trabajar, pues, con la visión de un mundo soñado, entrevisto entre los libros, en la construcción de un mundo mejor para todos los hombres. ¿Qué sentido tendría la literatura, qué sentido el arte, en el mundo de Kurzweil, donde la muerte no existe y en el que todo hombre-máquina es capaz de crear su propio mundo, dándole la espalda al resto de los hombres? ¿Qué validez ontológica, qué moral tendría esta realidad en la que el hombre, acaso, pueda alcanzar la felicidad? ¿Sería esta una felicidad verdadera? ¿Es éste el retorno al Paraíso, o dicho de mejor forma, el nacimiento de un nuevo Paraíso, el del individuo solo frente a una realidad maleable a su gusto, pero, de cualquier forma, falsa?

domingo, 19 de abril de 2009

Of course it always comes to this. Me staring at the walls, watching my memories go by, sipping wine in a nice, cold-as-fuck transfiguration of my dreams. My brain swaping, lost in translation. Of course. Every bloody thing just melting down as I suck dry my zigs, one after the other. Transfiguration of the mind; forms that I cannot yet control. Swaping as I try to grab all the visions, as I crawl towards them, gripping them so they won't dissolve. Memory. Such a nice laugh.
Et ton regard hunting me down as I fuera un puto perro.
Mirando a través de las ventanas. Óxido de un foreseen presentimiento.
En me promenant entre la disonancia y el espanto.
And todo sense drifting hacia les rideaux, vidrio et wine, lucidez del pensiero.
Todo instante imperecedero, toda memoria translúcida.
Arco y labios, gruta y tormento.
The knowledge that I have yet to obtain.
And the meaningless hamster-like trot between dark and insomnia.

viernes, 17 de abril de 2009

Ah.

Es casi como si, como si. I mean. Casi. Y el abismo entre la confirmación y la duda se abre cual eternidad. Ya no se trata de si what if I did o what if I didn't. Es el recuerdo puro. La imaginación doing its work. Zumba la flecha hacia la estratósfera. Casi pareciera como si todo tuviera sentido.

Todo su. Plegándose de mil maneras, mil argumentos infinitos. La gloria del autor, configurando todo con la medida dramática perfecta. Penetrando el tejido real hacia la totalidad de las formas. Punzante, agudo. Perfecto.

Transformación del pasado. Reverberación en una hélice de unfulfilled desire.

Manifestación de las formas a través de la imaginación desbordada.

Un día de otoño, las pistas mojadas. Un McDonald's albergando a un montón de gente perdida. Hacia allí, cerca de donde, a la esquina; allí, entre los raincoats, mi sombra apuntando hacia el vacío. Más allá, y todo se queda en la nada.

Casi como si.

Ya estoy allí. Sumergiéndome en esos pozos negros, tejiendo un cromático entre dos golden fences. Más al sur, la ribera. El descanso primordial. Dos alas como rosicleres abren paso hacia la gruta infinita. Me asiento entre el peñasco y el límite de la trocha. Quisiera morirme allí.

Morirme en una paz extática.

Más hacia el Este, la vida sigue tal cual la prefiguraron las gentes de mala sangre. Hay edificios que no tienen fin. Entre ellos, hacia el parque, frente al falo más famoso del mundo. Cines descomunales. Un papel en cuya espera, a veces, se me va la vida.

La caligrafía de un amor literario.

Ah, de esa ribera. Beber hasta la muerte de mi propia fantasía. Pulverizar toda realidad inadecuada. Irme del pueblo a leer y vivir solo.

Y alimentarme para siempre de una literatura vacía.

jueves, 16 de abril de 2009

The beauty of the English language

¿Recuerdan el rollo de "Pagafantas" y cómo en el español no tenemos ciertas palabras cuya ausencia es inexcusable? Es doloroso -tremendamente doloroso- aceptarlo, pero el inglés, ocasionalmente, llena esos vacíos. Ya no sólo se trata de los clásicos como "evening" o "awkward": carajo, ¡tienen palabras que son tan específicas que ya resultan un escándalo! Puesto que en estos días estoy viendo cierta sitcom inglesa -y que probablemente sea la mejor sitcom que he visto en mi vida- y parando el video a cada bloody minuto para buscar British slang en Wordreference -y con ello aumentando mi pobre vocabulario-, inauguro ahora una nueva sección en el blog, la que llamaré "The beauty of the English language". No garantizo que vaya a encontrar especímenes tan radicales como el que estoy a punto de presentar, pero en fin, I'll do my best. Sin más: "Fluffer".

Fluffer
n. A person in the adult entertainment industry whose job it is to give male porno stars blowjobs in order to get them ready to perform.
Ex. -I really need to become friends with him, and given that you are more of a fun sort of guy than me...
-So I'm gonna be the fluffer, is that it?


domingo, 12 de abril de 2009

In Bruges


You can’t kill a kid and expect to get away with it. You can’t. You just can’t.

El año pasado escribí una reseña -mala, de seguro- sobre una de las obras de Martin McDonagh (Londres, 1970) que en ese momento se montaba en La Plaza. No era la segunda obra de McDonagh que se montaba en Lima: un tiempo atrás se montó The Pillowman (El hombre almohada), cuya dirección estuvo en manos, también en esta ocasión, de Juan Carlos Fisher. Pues bien, no hay más montajes del londinense (o irlandés -hay toda una polémica sobre eso) estrenándose en estos días, pero lo que tenemos, sí, es una nueva película -McDonagh, como otros dramaturgos, se ha volcado hacia el cine, según dicen, para no volver-, no la primera, por cierto, y que tampoco es tan nueva, a decir verdad (yo me enteré de ella por una nota en el Perú21 de ayer), pero como sea, la tenemos. O la tengo, y la acabo de ver. En In Bruges (literalmente, "En Brujas", y NO "Unas vacaciones diferentes" -what is it with the bloody Spanish translations of English movies/books/etc. titles?) están allí todas las trademarks de McDonagh: el humor negro -and I mean negro negro-, los personajes extremos -como en El Teniente de Inishmore y en El Hombre Almohada, los protagonistas de In Bruges son asesinos-, los baños de sangre. La violencia en primer plano; la violencia como método de exploración de la regiones más terribles del ser humano; y, desde luego, la risa en medio de toda la sangre. Tenemos todo eso, he dicho, pero en In Bruges todos estos elementos se combinan con una agudeza, un genio excepcional. Si las obras ya mencionadas McDonagh nos sorprendía, sobre todo, por anudar el elemento cómico a las situaciones más violentas (o las más políticamente incorrectas) para dejarnos con una suerte de mueca a caballo entre la carcajada y el espanto, In Bruges nos lleva más allá. Más allá, en la medida en que el elemento risa está empotrado ya no en escenas; la risa ya no es situacional, de circunstancia (en El Teniente... era la suma de muchas risas "anecdóticas" la que nos daba esa alquimia horror-carcajada); en In Bruges la risa está en el mismo núcleo de la trama. El artefacto de relojería que ha creado McDonagh recurre, como es de suponerse, a la risa anecdótica, situacional; sus elementos, sin embargo, se dirigen todos hacia ese núcleo, ese final en que el todo fits in perfectly, ese final en que McDonagh logra -carajo, ¿cómo lo ha logrado?- hacer una suerte de justicia perfecta a sus personajes por medio de un gag. Un gag de un humor sórdido (el espectador siente una doble culpabilidad al reírse: la que proviene de lo que podríamos llamar "humanamente incorrecto" -con disculpa de los sociólogos- y de lo "políticamente incorrecto"), cierto, pero un gag que es como mazazo de juez en el universo de sus personajes. Esto marca una gran maduración en nuestro ahora director y guionista de cine. McDonagh ha logrado hacer de la risa fundamental. Una carcajada que, como en sus obras anteriores, se ríe de su propia miseria, de su propia violencia, de sus prejuicios, y con este movimientos de espejos logra desenmascararse a sí misma y dar -ironía extrema- un mensaje de paz. Ser pacifista a través de la violencia: eso ha logrado McDonagh. O eso había ya logrado antes, pues el mérito de In Bruges es plenamente artístico. Su arte ha alcanzado otro nivel. Y nosotros, los espectadores, no podemos hacer otra cosa que reírnos -a la vez que nos sentimos culpables- y querer más.

Trailer (muy malo, por cierto):


viernes, 10 de abril de 2009

"Pagafantas"

Dale, llego con un poco de retraso (como a todo) al término, pero de todos modos vale la pena hacerse eco de las ajenas voces, aunque sea a destiempo, si de lo que hablan resulta medianamente interesante. "Pagafantas". Vocablo nacido en España, que promete volverse conocidísimo -sea en esa forma o en sus variantes- por lo exacto de su significado. Pero bueno, ¿qué carajos significa? Citando un artículo de El País de un tal Borja Cobeaga:

Se basa en una figura que ha existido toda la vida pero que hasta ahora no había tenido un nombre tan claro. Nos referimos al amigo de la chica. Al chico que está todo el día pegado a una muchacha y que la consuela, la acompaña, la mima pero no tiene ninguna posibilidad sentimental y/o sexual con ella. Él quiere algo, pero ella le ve como un amigo, como un hermano.

Mierda. ¿Cómo es que nuestro idioma no había creado un término para una cosa tan obvia? Acaso tan obvia también sea la etimología de esta palabra: "Pagafantas" es el que, literalmente, paga las Fantas. El patita al que la chica llama cuando le han roto el corazón, sin saber que con esa llamada le parte el corazón al pobre diablo. La chica al que el pobre diablo acompaña a comprar al centro comercial, a la que ayuda el pagafantas a recoger sus libros o su mochila sin que ésta, ¡ay!, lo deje de ver como el buen amigo que es. ¿Si me ha pasado alguna vez? Hell yeah. He estado en ambas riberas, y como dice el tal Borja, cuando estás adentro es una mierda y cuando estás afuera es más bien gracioso (y, si tienes un poquito de corazón, también fuente de culpabilidad). Puedo pensar en al menos dos amigos que ahora mismo son pagafantas, y otros tantos que han dejado de serlo recientemente. Y ustedes, lectores (los cuatro gatos que leen mi blog), conocerán a muchos más. Sin ir más lejos, el pobre Werther era un pagafantas. ¡Ah, el pagafantas de Werther! El paradigma es francamente infinito: estuvo allí desde que se inventó el amor, y seguirá allí hasta el final. Ojalá que importemos el término -o inventemos otro por nuestra cuenta-, que bastante falta nos hace. Videíto para terminar el post:



jueves, 9 de abril de 2009

La verdadera vida siempre está en la memoria. No la memoria fidedigna, la del día siguiente, la desinteresada: la que busca lamerse las heridas, la relectura desde la ausencia, la transfigurada.
La verdadera vida está en la imaginación.
Las cosas siempre se vuelven estáticas.
Incluso las páginas parecen teñirse de tristeza.
La verdadera vida está en los otros.
Y el otro siempre mira hacia otra parte.
Como si te pudieras comunicar verdaderamente con alguien, de cualquier modo.
Esos silencios convencionales, el hacerse el desentendido.
Ese pull-yourself-back.
Dejar que el trabajo colme el desasosiego.
Qué precioso cuando otro te hace reír sin querer.
Cuánto amor negado puede respirarse en el aire.
Te dan ganas de desnudarte, de matear en un gran parque y mostrar, sin miedo, los dientes teñidos de verde.
Te dan ganas de "forget your troubles and woes".
De dejar de criticar a todos.
De pensar cuán triste es esta chica, que imita en todo -hasta se tiñó el cabello del mismo color; hasta se inscribió en el mismo curso de fotografía- a la niña maravillosa, sin éxito.
De pensar cuán infeliz es esta niña maravillosa, con sus ojeras rebosantes de pena.
De pensar que tu amigo tendrá que volver a su vida de mierda esa misma tarde.
De que todos se irán, y volverán a sus trabajos, a su sexo insatisfactorio, a revisar papeles, a fingir autonomía.
De que los olvidarás, de que llegará un momento en que ya no te importen.
De que tu misma vida se está yendo por el desagüe.
Olvidar, desnudarte, recibir el sol en plena cara sin temor.
Respirar.
Cantar en el subte a plena voz.
Mirar a los otros y sonreírles.
Amarlos en silencio, en la algarabía.
Y sentir que ellos también te aman.
Y que todavía queda esperanza.


martes, 7 de abril de 2009

Werther


Irme del pueblo a leer y vivir solo.
Páez. Tu sonrisa inolvidable.

¿Te imaginas el lamento de la gente
y su manual de las cosas que nunca fueron?
Serú Girán. Esperando nacer.


Ya hace más de siete años hace desde que leí por primera vez el Werther de Goethe (huérder, le decía); no sospechaba, ni de a balas, que su influencia me perseguiría por tanto tiempo. Hoy me he sentado aquí para deprimirme: expresamente, para deprimirme. He dicho: termino a Padgen y me deprimo por dos horas, hasta las doce; luego me voy a dormir. Me quedé leyendo media hora más al buen Padgen -es una buena lectura, pero confieso que pesó más la culpa que el interés en este caso- y ni siquiera lo terminé. Tres horas para avanzar 30 páginas: he allí la clase de crítico que seré. Como sea, 10:30. He traído mi parafernalia depresiva (ahora recuerdo a Ana, cuando me daba galletitas llamándolas "antidepresivos"; la pobre Ana, fea, gorda y enamorada de su profesor de spinning): mis cigarrillos -vale, ya estaban aquí desde hace rato (tendría que fumar menos: me he dicho, desde que el hábito se convirtió en vicio, que sólo una mujer podría sacarme de semejante placer-suplicio -pues sí, porque fumar es una forma de martirizarse: el golpe en el pecho, la sensación de insatisfacción tras haber fumado uno (y querer fumarse otro al instante), la sequedad de la garganta: hay algo de suplicio cristiano en el hábito de fumar en las situaciones más desesperadas (en especial, las que acarrean más sentimientos de culpa en el sujeto fumador -¡qué delicioso es fumar cuando uno se siente culpable!, ¡qué placer el de atragantarse de humo cuando a uno la vida se le viene abajo!-, las que lo estragan con más eficacia), digo, esa satisfacción moral a través de la martirización del cuerpo que es propia del cristianismo- y hasta ahora sostengo que sólo una mujer (una mujer hermosa, que necesariamente yo no mereceré y que, decididamente, me merecerá a mí, quién sabe por qué pecados) será la única que me pueda quitar semejante placer, semejante autodegradación sublime- y mi botella de vino. Sí, mis cigarrillos -ahora fumo otro-, mi botella de vino -de la que llevo bebiendo hace un buen rato-. Y ahora que recorro sus fotos con el mismo impulso autodestructivo, la sombra kamikaze que perseguía al pobre diablo de Werther a seguir visitando a Charlotte a pesar de que la hermosa de Lotte, la prudente y fiel de Lotte estaba felizmente casada con Albert, y de que jamás podría serle recíproco (¡qué argumento tan tristaniano!), digo, igual que pobre perro huevón de Werther (hagamos un gran paréntisis. Me he metido a Wikipedia para buscar el nombre del esposo de Lotte -lo confieso, lo había olvidado- , y descubro algunas cosas interesantes. Werther fue el primer libro que leí por cuenta propia. Aún recuerdo las clases de Tania, y cómo me llamó la atención la descripción pomposa que daba la pobre vieja del libro, que además de exagerada era inexacta (no recuerdo cuál era el error, pero era argumental -como quien dice que Perú clasificó al mundial el año pasado-, lo que era, en una profesora de literatura -for fuck's sake- inexcusable se le viese por donde se le viera), pero, al fin y al cabo, eficaz sobre un adolescente impresionable. ¿Cómo podían haberse suicidado cuchucientosmíl huevones por un librucho de porquería? Teenage angst, queridos: compré el libro (mi primer Cátedra: lo compré -aún lo recuerdo- en la librería Época del óvalo Gutierrez, cuando aún existía el viejo cine Alcázar; estaba en un aparador de plástico blanco, muy sencillo, al lado de otros libros viejos; me sorprende aún que me costara -un ejemplar Cátedra- cerca de 12 soles), lo leí. Lo devoré. Lo amé. Lo emulé. Lo emulé tanto que hasta ahora sigo emulándolo. La escena de la confesión de amor sigue siendo aún una de las escenas más conmovedoras a las que haya atendido jamás. Casi puedo ver la congoja de Albert, el velo negro de Lotte, cubriendo la culpa de su rostro, ante la tumba de Werther. Casi puedo verlo a él, tan hermoso, lleno de una generosidad contagiosa, abrazando a los niños, caminando ese trecho infinito que le separaba de la incomparable -precisamente por lo inaccesible- de Charlotte. Y puedo verlo tomando las pistolas, exactamente a medianoche, con una tranquilidad parecida a la de las lagunillas del Jardín Japonés, con una calma espantosa, con una calma que trascendía todo amor humano, tomando esas pistolas sustraídas del propio Albert y apretando el gatillo, apretándolo con una convicción que ningún otro hombre ha tenido jamás. La más hermosa de las muertes para el más hermoso de los personajes. Ah. ¿Hasta qué punto sigo gravitando alrededor de la obrita de ese jovenzuelo que devino sabio, que de viejo se sentó a fingir escuchar al Emperador de Francia como quien escucha llover, ese anciano mitológico que salió espantado de un concierto de Beethoven? Pero sí, no lo he olvidado: las curiosidades del Werther, cortesía de Wikipedia. Comencemos con el prólogo inolvidable:

...y sería triste si cada uno de nosotros no tuviera alguna vez en su vida una época en la que le pareciera que el Werther fue escrito expresamente para él.

¡Cuán cierta consideré a los quince años, cuán cierta considero ahora la sentencia de Goethe! Ese librito que Johann escribió a los 24 años, cuando era un donnadie, y que lo catapultó a la fama: ¡cuán poderosa la educación sentimental que otorga! Como la vieja Tania nos chismeó en las clases, corrió el rumor de que "hasta dos mil lectores" se habían suicidado al intentar emular a Werther. Nunca faltan motivos para que la gente se suicide. Si yo hubiera leído esto a los quince años en el 2005 o algo así, me habría vuelto emo. Otra curiosidad: un tal Nicolai Friedrich, en la misma tradición de las novelas caballerescas, confeccionó un final alternativo para el Werther. Allí, Werther no moría, a causa del ingenio más bien vulgar de Albert, que, aunque con una capacidad previsoria admirable, pero carente en absoluto de una noción estética, reemplaza las balas de las pistolas por sangre de pollo. Ya podemos imaginar el resto: un Werther embarrado de "sangrecita" busca a Albert; éste lo mira, sonríe y le dice: "huevón, tú dijiste ya, pero no"; ambos se abrazan; sale Lotte, se entrega a los brazos de Werther; Albert aplaude. En efecto, Wikipedia nos dice que este final culminaba con un Albert "cediéndole gustosamente a Lotte" a Werther. Es justificable la reacción de Goethe: el viejo Johann escribe un poema titulado Nicolai auf Werther Grabe ("Nicolai ante la tumba de Werther"), en el que Friedrich caga en el sepulcro de Werther), digo, con mi botella de vino y mis cigarrillos a la mano, y con el decidido propósito de deprimirme, al mismo estilo del perro de Werther, el perro en medio del Jirón de la Unión de Werther, me meto al Facebook -¡ay de la globalización, ay de las herramientas a la mano para hacerse la vida más miserable!- a recorrer, decidida y apropósitamente, sus fotos, su carita llena del rosey glow del que hablaba George Constanza (vale, más bien de "reddy" glow), sus muecas, sus potenciales coqueteos (sólo ahora lo descubro, con un escrutinio más detallado) con otros hombres, y, ¿qué sucede? Pues que no siento nada. Una paz injustificable. La veo ahora mismo, sonriéndome; casi puedo inclinarme nuevamente a besarla. Su mirada seria, lo que sería; lo que yo creía y desde mi miopía veía. Mi pura algarabía. Supongo que el sufrimiento ha alcanzado su fecha de vencimiento. Diablos, aún me hiere que. Sí: que. Pero. Claro. Qué hermosa era, por Dios. ¡Qué vanagloria la mía! Y lo digo con una sonrisa en los labios, con los dientes manchados de tinto. Recorrer su cuerpo, aprehender el sabor de sus labios, besar los insterticios de sus dedos: placeres negados naturalmente para mí. Decididamente, yo no he nacido para seducir para mujeres, sino para escribir de mis fracasos en tales empresas. Como dice Páez, "tanto odio, tanto amor y tantas cosas". ¡Ay de las perdidas, amigos lectores! Soy un perfecto Werther. Pero tales fracasos no serán en vano. Por mi pellejo, no lo serán. Qué sublimidad en la tristeza. La deseo, y sé que el desearla me produciría menos placer que el actually have her. Qué belleza. Qué cagada.
¡Ay de los advenedizos!
¡Ay de los jóvenes fracasadamente fracasados!
¡Ay de los anónimos infraganti!
¡Ay del entusiasmo excesivo!
¡Ay de los puentes, del Támesis!
¡Ay del anhelo conquistador, de la estaca abanderada!
¡Ay de la generosidad inesperada, de la mala fe desinteresada!
¡Ay de ese género inescrutable!
¡Ay de los poemas ipso facto!
¡Ay de los balcones atiborrados de colillas!
¡Ay de los jardines, de los parques del fin del mundo!
¡Ay de Barranco!
¡Ay de Callao con Bartolomé Mitre!
¡Ay de Zapopan!
¡Ay de Pando!
¡Ay de Miraflores!
¡Ay, ay!

domingo, 5 de abril de 2009

¿Recuerdas cuando escuchabas Nehmt meinen Dank en tu cama en Argentina, la botella de Pinot Noir paciente, esperando la noche, contemplando mientras no había nadie, mientras los chicos estaban por allí, siendo felices a su manera, siendo felices, y tú contemplando, sin creer que tal belleza pudiera existir, sin querer, entremezclando la voz de Schäfer con sus sonrisas, la mirada de gata, lo mejor que tenía ella, esperando a esa cita en la que la puerta estaba abierta, cuando todo era una feliz posibilidad, la ventana abierta y el sol exultante, todo Buenos Aires resplandeciendo de alegría, contemplando el aire divino, la felicidad indescriptible de Mozart y el anhelo de sus labios, lo mejor de ella, lo mejor de ti, lo mejor de la imaginación dedicada a su propia sublimidad, sus labios entrecerrándose por el acento, las miradas perfectas -¡no hubiesen podido escribirse mejor!- y ese lenguaje secreto, que ella parecía entender a la perfección, el guiño de todo su rostro, sus banalidades inmejorables, y tú allí, perfectamente enamorado en lo más perfecto del amor, en el más perfecto de los lugares, sólo en la potencialidad infinita, solo en su recuerdo de ventanas, humo, mouse de chocolate de Disco, poemitas sin sentido, miradas, miradas, entrelanzándose en el más bello de los pensamientos, ojos, boca, lengua, las cejas doradas, brillando bajo el sol de la montaña más perdida, resplandeciendo entre la nieve, voz que penetraba el runruneo de los buses, apenas armonías nuevas en su época saliendo de sus labios apenas, apenas, sintiendo su piel y fingiendo la inmutabilidad más descarada, y ella entregándose en la oscuridad, en el secreto de los ojos cansados, las nucas a oscuras y el qué dirán extinto, el instante y Mozart, Mozart hasta el final de los tiempos, el Mozart más sagrado para el instante más sublime, apenas susurrando en la oscuridad, sin mirarse, sencillamente presintiendo, silencios palpables como la roca, el silencio que llenó nuestros pulmones, su cabecita dorada sobre la tuya, muertos de cansancio y tu personae por los suelos, su cabecita dorada, la complicidad del día siguiente, su sonrisa encontrándote en la tercera cuadra de Callao, mirándote con felicidad, los violines de Mozart que parecen irrumpir con belleza violenta, y tú que querías seguirla y el despropósito tremendo bajo ese marco mental europeo, separándose en Corrientes y los helados, antes o después, siempre tras las cenas, por favor diminutivo, la mirada de reprobación y su risa, eres como una caricatura, caminando sin poder aguantar el corazón en el pecho, el mundo como una potencialidad infinita, la soledad más perfecta del presentimiento, ella, ella, ella y Mozart y los cigarrillos incontables, escribiéndole y sólo deteniéndote, literalmente, cuando te caías de borracho y ya no podías ni mirar cuál tecla era cual, sus manos tras la ópera, los lentes enmarcando su rostro con una sensualidad insoportable, miradas y miradas, miradas fijas en el pleno sudoeste, la botella de vino impaciente ya, los amigos que aún no regresan, perfectamente perdidos, con una sonrisa, su amistad incomparable, y ella, ella, ella, allí, quién sabe dónde, feliz también, arreglándoselas para llegar siempre tarde, la espera deliciosa, los nervios que apenas pueden soportarse, la cama, los libros, los discos, las tazas de café, mientras Mozart recorre todo el espectro de lo sublime inimaginable, esperando la perfección sin darte cuenta de que la perfección era eso, la espera, la potencialidad infinita, las puertas y ventanas abiertas, el instante irresoluto en esa cama entre esos libros en esa ciudad, esperando a verla de nuevo y los labios, ojos, manos, cejas, cabellos, pies, ventanas, balcones, plazas, aceras, piedras, humo, música y toda la felicidad, la felicidad plena, recuerdas, lo recuerdas?

sábado, 4 de abril de 2009

Evidentísimo que el rechazo de una mujer influye directamente en mis ganas de escribir. Y, digo, no sólo escribir sobre cómo me rechazó (o no escribir sobre cómo me rechazó, escribir su mismo rechazo), sino también sobre otras cosas, mayormente sin importancia, eso sí. Ya ha pasado, y volverá a pasar -ambas cosas, digo. Y hasta me ha vuelto la idea de escribir un cuentito con esa estructura polifónica donde no exista objeto. ¡Qué desilusión que esas cosas ya las haya hecho Cervantes! En fin. ¿Para qué me senté a escribir hoy? Supongo que para escapar de los textos de mis clases. Me pasado leyendo a Bajtin en el trabajo, y la muerte-resurrección del carnaval se me confunde en la cabeza con cosas como "Why the fuck you don't answer the phone, bitch?" o "Got the smack, call me. All I need is smack". Y estaba leyendo de lo lindo otro texto cuando irrumpió la cena y como a mí se me ocurre mezclar vino tinto con pescado... Sea como fuere, me he quedado sin ganas. Todavía no me acostumbro a trabajar los domingos, y la perspectiva de hacerlo me deprime considerablemente. ¿Qué tal voy no-hablando sobre la chica que me rechazó? Pretty good, huh? ¡Ah, pero la mencioné, siquiera indirectamente, al principio del post! "Qué mamera", como dirían los colombianos. Qué mamera hijueputa. Es curioso que no pueda sostener mi vida sin una materialización femenina, sea ésta (aunque suene a oxímoron) conceptual o... pero vamos, siempre ha sido conceptual. Las mujeres de la otra orilla han sido siempre intrascendentes. Quizás precisamente por ello, por estar en la otra orilla. El verdadero problema radica en que "la verdadera vida", como decía el bueno de Rimbe, siempre se halla en lo ausente, en lo que a uno le falta. Aunque esta carencia sea de orden temporal o, digamos, de orden fundamental -como quien dice, lo que ahora te falta o lo que te faltó desde siempre. Siempre está "en otra parte". ¿Cómo no deprimirse con estos pensamientos? Si todo fuera como lo describe Bajtin, y viviéramos en el carnaval eterno, allí donde la risa prima sobre la seriedad y donde la esperanza de renovación es convicción a prueba de balas. Allí donde el otro es fundamento de la existencia, donde uno es parte de un todo que muere y renace infinitamente. Y de allí nos culpan de que todos seamos tan soberbios como para creer que la nuestra es la generación del crepúsculo.
La verdadera vida está en otra parte. Para nosotros, ciegos y nerdos admiradores de la literatura, esa otredad es sólo realizable -¡sólo concebible!- en ese páramo esférico que es el lenguaje. Ese perseguirse el propio rabo con verbos y adjetivos. Esa renuncia, por banal e intrascendente, a la realidad palpable. Y nadie lo logra, al final. Todos terminan con el síndrome de Fausto, así como todos no dudarían un puto segundo en hacer un pacto con el diablo (fíjate que Enoch Soames no era un viejo, sino un adulto inmaduro) para buscar esa verdadera vida en el mundo sensible. En la orgía de placeres sin símbolo ni metáfora. Paz escribía que el otro, ¡el otro! ¡El otro puede llegar a ser tan frustrante, tan contradictorio con los propios ideales, con los propios fundamentos de la vida de uno! Cada día, lo juro, revivo con alguien diferente una escena de Esperando a Godot. Cada puto día. ¿Y me vas a decir que en ese huevón, o en esa chica que de seguro ahora está en lecho ajeno, acostándose con ese primer huevón, que en ellos, en ellos está la verdadera vida? Házme el favor. Habría que huír hacia donde nadie antes ha huído, y no volver a regresar jamás.
¿Pero qué esperanza, díganme, queda en la sombra pisando su sombra, en ese Fausto renegando de su erudición, en los poemas de Virraurrutia, en ese Freud mirándose la calva en el vagón del tren para al minuto siguiente darse cuenta, con un espanto que mereció una nueva nomenclatura de lo tan hasta las huevas que se sentía, ese Freud mirando el espejito frente a él y dándose cuenta de que "por la gran chucha, ese viejo feo soy yo"?

miércoles, 1 de abril de 2009

Penélope literaria

Tengo un trabajo que escribir sobre Neruda y en vez de eso abro el Facebook y veo, como idiota que soy, como el pobre diablo, perro desvalido en medio del Jirón de la Unión que soy, las fotos de la "amada" de turno, la inalcanzable, la out-of-my-ligue de la hora. Qué desprecio por los círculos, qué desesperanza en la repetición. Observo. Sonríe. Hace muecas. Abraza a gente que no conozco. Toda una vida -¡carajo!- allí, fuera de mí, fuera, con gente que no conozco, sonriendo a otros hombres, acaso coqueteando con ellos, toda una vida, carajo, allí afuera, sin mí, divirtiéndose sin mí, pasándola bien en mi ausencia, como si no existiera, como si todo se redujera a mi nulidad. ¿Cómo es esto algo que me cueste tanto concebir? ¿Cómo es que imagino que mientras no estoy allí ella está sentada en una silla, mirando el vacío, sola, en la nada, esperando, como una Penélope marioneta, como una Penélope hiperpenelopizada, cómo, cómo? La miro. Siento envidia. Como si ella fuera un personaje en una novela. Como si quisiera emular ese secreto placer del lector que sabe que sin él esos personajes no despiertan, que no viven si no se les lee, que duermen, quietecitos, sin hacer ruido, duermen y esperan en la desesperanza de la página cerrada, esperando, sí, esperando a que el lector llegue por sed o azar, por solaz o con afán investigador, por lo que sea, pero que venga, sí, venga y abra la página, venga y les dé vida. La secreta convicción del lector de que ellos dependen de él para ser, y de que no harán nada importante que ellos no puedan ver, sentir, oler, nada importante de lo que ellos serán excluídos de participar. ¡Penélope literaria, Penélope! Y ella allí, en Facebook and having fun. Ella y su mejor no. Ella y su belleza como bofetada en un día de bochorno. Qué pristinos esos momentos de diversión, de sensación de que everything fits in, de que hay algo, algo, algo. Acaso ahora esté siendo besada. Acaso alguien, nadie, haya, sí, haya y con la rotundidad de la piedra arrastrada, de la jaqueca, del Mi bemol del Adagio de la Pathétique, haya. Y yo aquí, poniendo palabra sobre palabra, articulando naderías. "La tragedia del escribir", decía Williamson ayer, en su curso sobre Borges. La verdadera tragedia del escritor no es la de no poder comunicarse con el lector -cosa que podría entenderse como la tragedia del periodista, o la tragedia del locutor de radio- no y mil veces no. La tragedia del escritor es la tragedia de la necesidad, la inevitabilidad de escribir. La locura del escribir, la derrota del escribir: porque todo ejercicio literario encubre una derrota, sí, una derrota como ser vivo, una derrota en el mundo de afuera: la escritura es la negación de la vida. La escritura es la negación de la realidad. La escritura es la derrota frente al tiempo, frente a la constante transformación de las cosas. Carajo, lo dice el mismo Borges

Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas.

y como Borges, como cualquier escritor, como Pirandello que decía "cuando no se sabe vivir la vida, hay que escribirla", a mí me ha tocado la desgracia -¡qué bien que lo entendió Bolaño, que cuando le preguntaban si quería que Lautaro, su hijo, se volviese escritor, respondía: "Yo quiero que Lautaro sea feliz, así que mejor que sea otra cosa"!-, la desgracia de justificar mi existencia con sílabas, tildes y puntos negros. Qué desesperanza. Carajo, qué desesperanza.