sábado, 25 de abril de 2009

Escribe Milan Kundera en La Inmortalidad:

Goethe... vivió en el breve período de la historia cuyo nivel técnico ya daba a la vida cierta comodidad pero en el que un hombre culto podía aún entender todos los instrumentos que utilizaba. Goethe sabía de qué y cómo estaba hecha la casa en que vivía, sabía por qué alumbraba la lámpara de queroseno, conocía el principio del catalejo..., no era capaz de operar él mismo, pero había participado en varis operaciones y cuando estaba enfermo podía entenderse con el médico con el vocabulario de un conocedor. El mundo de los objetos técnicos era para él comprensible y estaba del todo claro. Ese fue el gran instante de Goethe en medio de la historia de Europa, un instante que deja una cicatriz de nostalgia en el corazón de alguien aprisionado en un ascensor que tiembla y baila.
La obra de Beethoven comienza allí donde termina el gran momento de Goethe. El mundo empieza a perder gradualmente su transparencia, se oscurece, se hace cada vez más incomprensible, se precipita hacia lo desconocido, mientras el hombre, traicionado por el mundo, huye hacia su interior, hacia su nostalgia, hacia sus sueños, hacia su rebelión y se deja ensordecer por la voz de su dolorido interior hasta el punto de dejar de oír las voces que le interpelan desde fuera. (...) Se dice que [a Goethe] no le gustaba la música. Es un error. Lo que no le gustaba eran las orquestas. Le gustaba Bach, porque aún entendía la música como una combinación transparente de voces independientes, cada una de las cuales puede ser reconocida. Pero en las sinfonías de Beethoven las distintas voces de los instrumentos se diluían en una amalgama sonora de gritos y quejidos. Goethe no soportaba el vocerío de la orquesta, del mismo modo en que no soportaba el llanto ruidoso del alma. (p. 96)

Punto de inflexión. Northrop Frye, en La imaginación educada, afirma que el mito fundador de la literatura se halla en la historia de la escisión hombre/naturaleza: la expulsión de un Paraíso donde no sólo el hombre poseía todo lo que necesitaba, del que no sólo era dueño pleno, sino al que pertenecía enteramente: hombre y mundo como unidad indivisible. La nostalgia de ese mundo, el deseo de pertenecer, de regresar a esa unidad, inaugura todos los esfuerzos de la imaginación artística y funda, así, la literatura. Así podemos entender, por ejemplo, una simple metáfora en la poesía (digamos, "tus ojos son el sol": es evidente que los ojos de alguien no pueden ser otra cosa que los ojos de alguien -principio lógico esencial: X no puede ser Y y X al mismo tiempo-; el lenguaje, pues, se pliega hacia la recuperación de la unidad hombre-naturaleza, allí donde los ojos son también el sol, como hombre equivale a mundo), o la escena culmen del segundo acto de Tristan und Isolde, en la que los protagonistas, a través del amor, recuperan momentáneamente esa unidad en la que no hay individuos, en la que ambos se funden en un solo espíritu con el mundo:

selbst dann
bin ich die Welt:
Wonne-hehrstes Weben,
Liebe-heiligstes Leben,
Nie-wieder-Erwachens
wahnlos
hold bewußter Wunsch.

(Yo mismo/soy el mundo:/gloria suprema del ser,/vida del más sagrado amar,/sin despertar ya jamás,/dulce deseo conocido/carente toda ilusión)

Frye establece una especie de evolución histórica de la relación hombre-mundo en la que distingue varias etapas. En una primera fase, la más primitiva, el hombre no distingue una división entre su propio ser y el mundo; luego nace en él la curiosidad: observa, analiza, clasifica: el observador y su objeto de observación se escinden, y el hombre comienza a sentir ajeno el mundo, con una constitución distinta a la de su propio ser, constituación aún desconocida, aún por descubrir; en un tercer momento, a partir de la investigación de las formas de la naturaleza, el hombre comienza a crear sus propias formas, formas humanas con las que se siente identificado, formas que son manifestaciones de su propio ser, y que se dedica a plasmar sobre el mundo, en un intento de ligar el entorno con su propia subjetividad, de crear un ambiente al que sienta que pertenece: la creación, pues, de un hogar. Esta tercera etapa marca el nacimiento de las ciencias y el arte: el nacimiento de las formas humanas. Marca también el inicio del mito, la historia del querer-regresar a la unidad natural. La paradoja evidente es que el mismo deseo que promueve el desarrollo del arte y de las ciencias -esa nostalgia del Paraíso- aleja cada vez más al hombre de sus sueños de regresar a la unidad, es decir, lo impulsa a crear formas humanas -formas artificiales- cada vez más complejas y refinadas, las que, como consecuencia, ensanchan progresivamente la brecha que lo separa de la naturaleza.

Pero hay un quinto momento en esta historia, que Kundera ha sabido identificar con precisión. Llega un punto en el que la técnica alcanza tal nivel de desarrollo, que le es preciso ramificar y especializar su conocimiento, pues el contenido de cada rama es tan vasto que excede las capacidades de único individuo. Sucede entonces que el mundo de las formas humanas, la patria artificial que hombre erigió para colmar ese vacío de no-pertenencia, no-identificación con el mundo, comienza también escapársele de las manos: se renueva el mito: el hombre es desterrado una vez más del mundo que creyó suyo, del que construyó para sí mismo. El hombre nuevamente se ha quedado sin hogar.

Es este el mundo al que alude Kundera, el mundo que va desplazando a las viejas generaciones, el mundo del que Goethe se siente espantado, que ya no comprende y al que, en fin, ya no pertenece: el punto de inflexión, el nacimiento de los ferrocarriles, la música de Beethoven, la división del trabajo, la sociedad de masas, las especialidades y el capitalismo. El nuevo mundo que ya no alcanza a comprender el individuo. El nacimiento de una nueva fe, en la que el Misterio ya no es propiedad de Dios, sino de la organización del mundo en el que vive el hombre, cuyo avance escapa su voluntad, y ante cuyo funcionamiento sólo puede resignarse. Y, claro está, el nacimiento de una nueva sociedad y la expansión de las ciudades: el nacimiento de una nueva clase de soledad.

Una nueva unidad. Hoy me he despertado con la intención de terminar con todos los textos para los parciales. Naturalmente, no lo he cumplido: me quedé leyendo Don Quijote y las lecturas -Dios, son tantas-, bien gracias. Ya se acaba el día -¡ay de los sábados y la necesidad socialmente impuesta de salir, y la correspondiente tristeza de su imposibilidad!-, y en vez de hacer mi tarea me pongo a escribir en mi blog. Great. Me desperté a las ocho para avisar en mi chamba que no iba a ir ni hoy ni mañana -el pata se sorprendió ("¿tampoco mañana?"); sólo espero que no me boten, aunque les dejé claro que era por los parciales-, y cómo ayer, también por leer el Quijote, me desvelé, y mi cabeza no estaba para meterle al Antijovio o a Walter Benjamin, me puse a hojear los periódicos hasta que me diera sueño de nuevo. Power nap, le llaman (aunque no sé si aplica para los momentos inmediatemente posteriores al despertar). Abro la edición de Somos que viene con El Comercio, tentado por las curvas de la prostituta brasileña que se acostó con más de 5000 hombres -siempre me ha llamado la atención que las chicas que pretenden inspirar sensualidad salgan en las fotos con la boca abierta; supongo que es un ademán que las hace parecer indefensas, aunque la mayoría de veces sólo las hace verse como idiotas-, leo el artículo, me digo a mí mismo "pobrecita" cuando me entero de que está tan cansada del sexo no convencional que ahora sólo disfruta de la posición del perrito, y en fin, llego a este artículo sobre un tal Raymond Kurzweil, y tras exclamar "¡chucha, el de los sintetizadores Kurzweil!", le echo una mirada. Punto aparte de que Kurzweil (inventor, científico y Nostradamus posmoderno) es parte de ese grupo de personas que le tiene pánico a la idea de morirse -y con bastante razón- y dedica toda su vida a atrasar su muerte a través de ejercicios, dietas y demás cosas, el científico tiene la ventaja de haber esbozado toda una teoría -o, más precisamente, un vaticinio- del fin de la muerte y el nacimiento de un nuevo hombre para darse esperanzas de vencer en su batalla. Aval no le falta: el hombre predijo a principios de los noventa el nacimiento del Internet y de los archivos virtuales (curiosidad borgeana: este mismo acto que ahora ejecuto, el de escribir en mi blog, forma parte del sueño de la misma persona sobre la que ahora escribo). Su nueva predicción es mucho más ambiciosa, pues se extiende hasta el final de este siglo.

Kurzweil afirma que para el 2030 la ciencia estará tan avanzada que será capaz de recrear el funcionamiento del cerebro humano. Poco después, la técnica superará este funcionamiento -el momento que se ha dado en llamar "Singuralidad"-; las máquinas tendrán vida y hasta derechos legales (nos pedirán que no las apaguemos y que las tratemos como personas), podrán pensar y sentir como lo hacen los hombres. Para el 2050, según Kurzweil, podremos implantarnos neuronas computarizadas y poner fin a enfermedades como el Alzheimer o el mal de Parkinson; la realidad virtual, hoy prácticamente en pañales comparada con el futuro, transmitirá la totalidad de sensaciones que nos brinda el mundo. El año 2099 marcará el fin del homo sapiens, será el momento en que hombre y máquina se fusionen en uno solo y nazca una nueva clase de hombre, el Homo Cyborg:

La carne será una carcasa susceptible de ser reemplazada. Usaremos órganos artificiales de repuesto y la falta de memoria no será más un problema. Como si fuera un disco duro, nuestra mente será robustecida con chips de memoria y nuestros recuerdos podrán ser guardados eternamente... El posthumanismo nos llevará a ser inmortales. Morir será una decisión personal. (p. 34)

El mundo de Kurzweil conforma un quinto punto de quiebre en nuestra pequeña historia del hombre, y la inauguración de una sexta etapa en su relación con el mundo: será -si sucede- el momento en que el hombre vuelva a ser amo de las formas humanas, o dicho más precisamente, en el que hombre y forma serán uno solo. También será el momento en que el hombre se despida de su sueño de volver a la Naturaleza, por haber excedido sus capacidades (las de la Naturaleza). El mito llegará a su fin.

Ahora bien, si aceptamos la teoría del mito fundamental de Frye, y concordamos con él en que todo arte se funda en ese deseo primordial de reunirse una vez más con la Naturaleza: ¿qué lugar tendría el arte en el mundo de Kurzweil? ¿El arte siquiera existiría en este mundo? ¿Y qué sería, para ir poco más lejos, de la sociedad y la relación entre los hombres? Toda relación humana se basa en la carencia: buscamos en el otro lo que a nosotros nos falta. A su vez, toda comunicación se basa en las relaciones humanas, por lo que podemos concluír que también se fundamenta en la carencia. En un mundo de hombres-máquina, donde todos sus habitantes son plenamente autónomos -hasta el punto de poder controlar su propia muerte-, ¿existiría realmente un deseo de comunicación, de hallar la plenitud en el otro? Tomemos en cuenta el factor de la realidad virtual. La literatura -y con ella, todo el arte- nació para colmar un vacío, para transformar una realidad insatisfactoria, por medio del lenguaje, en algo, no digamos feliz, pero pleno de sentido. En la literatura los hombres no mueren en vano, ni yerran ni se pierden por ningún motivo. ¿Qué sucedería si esta misma capacidad, don innato de la literatura y del arte, la capacidad de crear experiencias humanas alternas, se desplazara a la realidad virtual de la técnica? ¿Si Don Quijote tuviera la capacidad de desfacer yerros y enderezar tuertos ya no en una realidad en la que sus proezas son burla, sino en un mundo creado por sí mismo que satisficiera todas las exigencias de los libros de caballerías? Frye nos dice que el sentido de la literatura está en su capacidad de hacer soñar al lector, de hacerlo imaginar mundos posibles, y con ello impulsarlo a la creación de una realidad que satisfaga las verdaderas expectativas que, como hombre, tiene de su propio mundo. A trabajar, pues, con la visión de un mundo soñado, entrevisto entre los libros, en la construcción de un mundo mejor para todos los hombres. ¿Qué sentido tendría la literatura, qué sentido el arte, en el mundo de Kurzweil, donde la muerte no existe y en el que todo hombre-máquina es capaz de crear su propio mundo, dándole la espalda al resto de los hombres? ¿Qué validez ontológica, qué moral tendría esta realidad en la que el hombre, acaso, pueda alcanzar la felicidad? ¿Sería esta una felicidad verdadera? ¿Es éste el retorno al Paraíso, o dicho de mejor forma, el nacimiento de un nuevo Paraíso, el del individuo solo frente a una realidad maleable a su gusto, pero, de cualquier forma, falsa?

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