sábado, 4 de abril de 2009

Evidentísimo que el rechazo de una mujer influye directamente en mis ganas de escribir. Y, digo, no sólo escribir sobre cómo me rechazó (o no escribir sobre cómo me rechazó, escribir su mismo rechazo), sino también sobre otras cosas, mayormente sin importancia, eso sí. Ya ha pasado, y volverá a pasar -ambas cosas, digo. Y hasta me ha vuelto la idea de escribir un cuentito con esa estructura polifónica donde no exista objeto. ¡Qué desilusión que esas cosas ya las haya hecho Cervantes! En fin. ¿Para qué me senté a escribir hoy? Supongo que para escapar de los textos de mis clases. Me pasado leyendo a Bajtin en el trabajo, y la muerte-resurrección del carnaval se me confunde en la cabeza con cosas como "Why the fuck you don't answer the phone, bitch?" o "Got the smack, call me. All I need is smack". Y estaba leyendo de lo lindo otro texto cuando irrumpió la cena y como a mí se me ocurre mezclar vino tinto con pescado... Sea como fuere, me he quedado sin ganas. Todavía no me acostumbro a trabajar los domingos, y la perspectiva de hacerlo me deprime considerablemente. ¿Qué tal voy no-hablando sobre la chica que me rechazó? Pretty good, huh? ¡Ah, pero la mencioné, siquiera indirectamente, al principio del post! "Qué mamera", como dirían los colombianos. Qué mamera hijueputa. Es curioso que no pueda sostener mi vida sin una materialización femenina, sea ésta (aunque suene a oxímoron) conceptual o... pero vamos, siempre ha sido conceptual. Las mujeres de la otra orilla han sido siempre intrascendentes. Quizás precisamente por ello, por estar en la otra orilla. El verdadero problema radica en que "la verdadera vida", como decía el bueno de Rimbe, siempre se halla en lo ausente, en lo que a uno le falta. Aunque esta carencia sea de orden temporal o, digamos, de orden fundamental -como quien dice, lo que ahora te falta o lo que te faltó desde siempre. Siempre está "en otra parte". ¿Cómo no deprimirse con estos pensamientos? Si todo fuera como lo describe Bajtin, y viviéramos en el carnaval eterno, allí donde la risa prima sobre la seriedad y donde la esperanza de renovación es convicción a prueba de balas. Allí donde el otro es fundamento de la existencia, donde uno es parte de un todo que muere y renace infinitamente. Y de allí nos culpan de que todos seamos tan soberbios como para creer que la nuestra es la generación del crepúsculo.
La verdadera vida está en otra parte. Para nosotros, ciegos y nerdos admiradores de la literatura, esa otredad es sólo realizable -¡sólo concebible!- en ese páramo esférico que es el lenguaje. Ese perseguirse el propio rabo con verbos y adjetivos. Esa renuncia, por banal e intrascendente, a la realidad palpable. Y nadie lo logra, al final. Todos terminan con el síndrome de Fausto, así como todos no dudarían un puto segundo en hacer un pacto con el diablo (fíjate que Enoch Soames no era un viejo, sino un adulto inmaduro) para buscar esa verdadera vida en el mundo sensible. En la orgía de placeres sin símbolo ni metáfora. Paz escribía que el otro, ¡el otro! ¡El otro puede llegar a ser tan frustrante, tan contradictorio con los propios ideales, con los propios fundamentos de la vida de uno! Cada día, lo juro, revivo con alguien diferente una escena de Esperando a Godot. Cada puto día. ¿Y me vas a decir que en ese huevón, o en esa chica que de seguro ahora está en lecho ajeno, acostándose con ese primer huevón, que en ellos, en ellos está la verdadera vida? Házme el favor. Habría que huír hacia donde nadie antes ha huído, y no volver a regresar jamás.
¿Pero qué esperanza, díganme, queda en la sombra pisando su sombra, en ese Fausto renegando de su erudición, en los poemas de Virraurrutia, en ese Freud mirándose la calva en el vagón del tren para al minuto siguiente darse cuenta, con un espanto que mereció una nueva nomenclatura de lo tan hasta las huevas que se sentía, ese Freud mirando el espejito frente a él y dándose cuenta de que "por la gran chucha, ese viejo feo soy yo"?

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