domingo, 5 de abril de 2009

¿Recuerdas cuando escuchabas Nehmt meinen Dank en tu cama en Argentina, la botella de Pinot Noir paciente, esperando la noche, contemplando mientras no había nadie, mientras los chicos estaban por allí, siendo felices a su manera, siendo felices, y tú contemplando, sin creer que tal belleza pudiera existir, sin querer, entremezclando la voz de Schäfer con sus sonrisas, la mirada de gata, lo mejor que tenía ella, esperando a esa cita en la que la puerta estaba abierta, cuando todo era una feliz posibilidad, la ventana abierta y el sol exultante, todo Buenos Aires resplandeciendo de alegría, contemplando el aire divino, la felicidad indescriptible de Mozart y el anhelo de sus labios, lo mejor de ella, lo mejor de ti, lo mejor de la imaginación dedicada a su propia sublimidad, sus labios entrecerrándose por el acento, las miradas perfectas -¡no hubiesen podido escribirse mejor!- y ese lenguaje secreto, que ella parecía entender a la perfección, el guiño de todo su rostro, sus banalidades inmejorables, y tú allí, perfectamente enamorado en lo más perfecto del amor, en el más perfecto de los lugares, sólo en la potencialidad infinita, solo en su recuerdo de ventanas, humo, mouse de chocolate de Disco, poemitas sin sentido, miradas, miradas, entrelanzándose en el más bello de los pensamientos, ojos, boca, lengua, las cejas doradas, brillando bajo el sol de la montaña más perdida, resplandeciendo entre la nieve, voz que penetraba el runruneo de los buses, apenas armonías nuevas en su época saliendo de sus labios apenas, apenas, sintiendo su piel y fingiendo la inmutabilidad más descarada, y ella entregándose en la oscuridad, en el secreto de los ojos cansados, las nucas a oscuras y el qué dirán extinto, el instante y Mozart, Mozart hasta el final de los tiempos, el Mozart más sagrado para el instante más sublime, apenas susurrando en la oscuridad, sin mirarse, sencillamente presintiendo, silencios palpables como la roca, el silencio que llenó nuestros pulmones, su cabecita dorada sobre la tuya, muertos de cansancio y tu personae por los suelos, su cabecita dorada, la complicidad del día siguiente, su sonrisa encontrándote en la tercera cuadra de Callao, mirándote con felicidad, los violines de Mozart que parecen irrumpir con belleza violenta, y tú que querías seguirla y el despropósito tremendo bajo ese marco mental europeo, separándose en Corrientes y los helados, antes o después, siempre tras las cenas, por favor diminutivo, la mirada de reprobación y su risa, eres como una caricatura, caminando sin poder aguantar el corazón en el pecho, el mundo como una potencialidad infinita, la soledad más perfecta del presentimiento, ella, ella, ella y Mozart y los cigarrillos incontables, escribiéndole y sólo deteniéndote, literalmente, cuando te caías de borracho y ya no podías ni mirar cuál tecla era cual, sus manos tras la ópera, los lentes enmarcando su rostro con una sensualidad insoportable, miradas y miradas, miradas fijas en el pleno sudoeste, la botella de vino impaciente ya, los amigos que aún no regresan, perfectamente perdidos, con una sonrisa, su amistad incomparable, y ella, ella, ella, allí, quién sabe dónde, feliz también, arreglándoselas para llegar siempre tarde, la espera deliciosa, los nervios que apenas pueden soportarse, la cama, los libros, los discos, las tazas de café, mientras Mozart recorre todo el espectro de lo sublime inimaginable, esperando la perfección sin darte cuenta de que la perfección era eso, la espera, la potencialidad infinita, las puertas y ventanas abiertas, el instante irresoluto en esa cama entre esos libros en esa ciudad, esperando a verla de nuevo y los labios, ojos, manos, cejas, cabellos, pies, ventanas, balcones, plazas, aceras, piedras, humo, música y toda la felicidad, la felicidad plena, recuerdas, lo recuerdas?

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