sábado, 19 de junio de 2010

No hay mucho qué decir, pero hay ganas de decirlo. Digo: decir lo que aún ni siquiera está allí para decirse. Hace diez años yo tenía trece, y sostenía arduas conversaciones con una entonces hermosa niña (ahora madre de otra, seguramente, niña hermosa) sobre el escándalo que significaba el que no nos dejasen ver ciertas películas en estreno, a nosotros que éramos tan maduros y que conocíamos de cabo a rabo el mundo de los adultos. ¿Es señal de madurez estar consciente de los signos propios de inmadurez? ¿Aún a pesar de la certidumbre de estar en una posición en la que no se pueden cambiar las cosas solo? Preguntas para el viento, como cantaría Bob Dylan. Ella debe haberse dado cuenta.

Pronto se acaba el ciclo y ya luego comienza la despedida. Larga, larga despedida, como la ronda de familiares que uno debe recorrer en una fiesta antes de poder buenamente largarse a su casa. ¡Quedan tantas cosas que hacer, que uno hasta se siente conmovido! ¡Cómo será cuando ya no haya nada que hacer, cuando no exista más posibilidades de creación...!

Es una pena, que esto haya menguado tanto. No sé ni siquiera si el caudal volverá a las, siquiera, cinco entradas al mes. Hace falta viajar, supongo. Cada vez me convenzo más de que el evento perfecto es un recital con canciones conocidas (o por conocer, pero buenas) y lleno de amigos y de gente, también, desconocida pero nada aburrida. Como ese final del cuento de Carson McCullers (¿qué te voy a decir?, ¡me gustó!), tan maravilloso, de los doce prisioneros cantando una música apenas conjeturada, imposible (muy Borges wannabe, esto último). Nada más lejano de las páginas de los libros, de la lámpara y el silencio de la noche de un sábado. Y, naturalmente, de los blogs.

martes, 8 de junio de 2010

Esta canción debe ser una de las más fieles a mi propia identidad.