martes, 29 de enero de 2008


El arte es una explosión.

lunes, 28 de enero de 2008

Desde hace al menos cuatro años mi mayor deseo ha sido el de poder regresar al pasado y cambiar las cosas. Hubo inclusive noches en que, a caballo entre el sueño y la vigilia, me desvivía rogándole a Dios que me concediera el milagro; me parecía un poco a esa Aída del primer acto de la ópera de Verdi, loca de dolor:

In note cupa
la mente è perdutta,
e nell'ansia crudel
vorrei morir.
Numi, pietà del mio soffrir!

salvando, claro, las distancias, pues
il mio soffrir no era tampoco tan terrible. Entonces me quedaba dormido y soñaba que era una especie de Jaromir Hladík: una voz profunda e infinita exclamaba "tu deseo se te ha sido otorgado" y, al abrir los ojos, la primera de la lista de mis arrepentimientos -pues mis contriciones tienen que ver más con mujeres que con otra cosa- volvía a sonrojarse, volvía a rechazar la petición de sus amigas por quedarse a mi lado, y volvía, tan sublime, tan inverosímil, a decirme con una sonrisa: hacemos un buen equipo. Con el corazón estallando de gozo, reconocía -pues parte del acuerdo consistía en que se me permitiese regresar con la memoria intacta- la existencia y la misericordia de Dios. Un gozo imposible: el de saberse capaz de enmendar algo físicamente imposible de enmendar.
En ese momento solía despertar.

¡Qué maravilla ser capaz de volver a la pubertad, de consumar ese amor irrealizado! La lectura de ciertas novelas de Vargas Llosa me entristecía -me entristece- por ese motivo: esos amigos de barrio y amores de colegio que abundan en su obra son algo yo jamás tuve. Parte del deseo de volver a la primera de la lista (esto ya parece un tango) se basa en esta frustración. La primera es la más especial; las siguientes carecen de ese valor agregado. Sin embargo, hay una contradicción. La memoria es indispensable para que el regreso sea tal: si no fuese capaz de recordar lo que sucedió y, por ende, ser consciente de que me encuentro repitiendo un episodio ya vivido, lo más probable sería que las cosas terminasen ocurriendo de la misma forma en que lo hicieron antes. Sería, pues, algo parecido al eterno retorno nietzscheano. Si no hay memoria, no hay retorno. Ahora bien, ese primer amor, el amor entre dos niños que descubren por primera vez su sexualidad, se cimenta en la inocencia de ambos. Es esta inocencia lo que hace tan venturoso un amor de colegio, la angustia del primer beso -el primero de todos- a alguien que jamás ha sido besado, la alegría del primerísimo tacto de una mano de niña; al mismo tiempo, el saberse por primera vez besado, tocado, y la conciencia, no exenta de cierto pánico, de que uno está entrando a un mundo nuevo, del que no había tenido noticia antes. El gozo, pues, del descubrimiento, y la ciega sospecha de que se está dejando una etapa atrás. ¿Cómo regresar a un estado de inocencia ya abandonado sin, a su vez, abandonar la memoria? ¿Cómo una mente adulta podría alcanzar ese gozo del primer amor, un gozo que no se entiende sin la inocencia propia de la infancia? ¿Y cómo garantizar la enmienda si no se dispone de la conciencia del retorno? No son tanto las leyes físicas, sino esta contradicción la que hace de mi deseo algo imposible de lograr. Como dice el verso de Rimbaud: "¡Esta inspirada afirmación demuestra que he estado soñando!"

En fin, esas cosas, por más que uno quiera, ya no regresan.

[Agregado desde el futuro, febrero del 2010: Eso de "La memoria es indispensable para que el regreso sea tal" es materia del tango más bonito que ha escrito Alejandro Dolina, "Reencarnación"
]

domingo, 27 de enero de 2008



King Crimson: Starless

jueves, 24 de enero de 2008

Roth: Goodbye, Columbus

Se pueden distinguir, me parece, dos partes en Goodbye, Columbus, la primera novela de Philip Roth. La escena del diafragma traza la línea divisoria, a la vez que colma de significado uno y otro ciclo. Neil Klugman es un muchacho judío de clase media-baja que, un verano, conoce a Brenda Patimkim, una chica judía de clase media-alta. El encuentro ha sido imprevisible y vertiginoso; como quien no quiere la cosa, Neil se halla veraneando en la casa de los Patimkim y acostándose con Brenda regularmente. La experiencia, desde luego, es ambivalente: para Brenda, las cosas marchan bien; Neil, sin embargo, parece ser incapaz de eludir esa infinidad compuesta de los sesenta metros que separan Newark, el barrio pobre donde vive con su tía, de la zona residencial y la amplia casa de los Patimkim. La sensación que tiene durante toda su estancia en esta casa -la de ser un simple advenedizo- se transfiere a su relación amorosa, y Neil comienza a dudar, más aún cuando comienza a acercarse el día en que Brenda deberá marcharse a Radcliffe, a reanudar sus estudios. Ocurre entonces la escena que mencioné: Neil le pide a Brenda que acuda a un ginecólogo y consiga un diafragma. La propuesta le parece (como al lector, en un primer momento) disparatada y carente de justificación. Sólo al final de la discución podemos entender de qué va la escena:

-No quiero, Neil, sencillamente. No es porque me lo hayas pedido tú. No sé de dónde te has sacado eso. No es eso.
-Entonces, ¿qué es?
-Es todo. Es que no me siento lo suficientemente mayor como para acudir a esos procedimientos.
-¿Qué tiene que ver la edad?
-No quiero decir la edad. Quiero decir... Yo. Quiero decir que es una cosa tan premeditada...
-Claro que es premeditada. Exactamente eso.
(Págs. 104-105, el subrayado es mío)

Para saltar la brecha, para franquear esos sesenta metros, Neil necesita esa premeditación, una premeditación que en última instancia implica una toma consciente de responsabilidad, un compromiso mayor. De pronto se nos hace claro que no sólo la relación con Brenda, sino toda la vida de Neil está marcada por la espontaneidad, desde su alojamiento en casa de tía Gladys hasta su pequeño trabajo en la biblioteca. Y, además, de que este quizás sea el primer síntoma de la vida adulta en Neil. El primer ciclo se ha cerrado.


Nuestro segundo ciclo, el de las relaciones serias y las responsabilidades mayores (Neil ha sido ascendido en su trabajo, con un aumento de ocho dólares), si bien conlleva la felicidad de la confirmación del amor de Brenda, se nos muestra como un horizonte más bien triste. El hermano de Brenda, Ron, se acaba de casar, y nos encontramos en plena celebración después de la ceremonia. Neil se halla atrapado en una conversación con un viejo familiar, borracho, que no deja de hablarle de su vida personal y su negocio de bombillas. Jugando un poco con la caricatura del judío viejo que sólo vive para ganar dinero, Roth personifica en Leo Patimkim esa vida adulta a la que ya está entrando Neil, un destino que -por ser Leo y Neil de la misma "especie", ambos judíos de clase media-baja- bien podría ser el suyo:

-(...) ¡Un hombre de cuarenta y ocho años con una niña de tres!... Mi mujer quiere que vuelva temprano a casa y que juegue un rato con a niña antes de acostarla. Vente a casa, y yo te pongo la copa. ¡Ja! Me paso el día oliendo gasolina, metiendo la cabeza debajo del capó con algún poilisheh mugriento... y ésta quiere que me vuelva enseguidita a casa y me tome un martini en un frasco de gelatina de un vaso. Cuánto tiempo piensas pasarte de bar en bar, me dice. ¡Pues hasta que nombren Miss Rheingold a una judía! (Págs. 142-143)

-Gano menos que un taxista, eso es un hecho. (Pág. 143)

-(...) ¡Aaaj! Todo lo bueno de mi vida puede contarse con los dedos de una mano. Si alguien me dejase un millón de dólares en herencia, no tendría ni que quitarme los calcetines. Y todavía me queda una mano entera. (Pág. 146)

-(...) Yo tengo más cerebro en la punta del dedo meñique que Ben [el opulento padre de Brenda] en la cabeza entera. ¿Por qué tiene que estar en lo más alto y yo en lo más bajo? ¿Por qué? Puedes creerme: si has nacido con suerte, es porque tienes suerte. (Pág. 147)


Nouvelle de maduración, del inevitable adiós a la juventud y el posterior ingreso a la "Vida" de la que nos habla la voz del cursi disco de Ron, Goodbye, Columbus, en su complicada sencillez, verdaderamente sorprende.

martes, 22 de enero de 2008

Por ejemplo, uno se detiene y se pregunta: ¿por qué diablos escribo? Casi desearía ser Diderot: bien dispuesto a pagar el precio en optimismo ingenuo, pero al menos algo importante, casi romántico, que me brinde el tan deseado grado ontológico. A veces me descubro tejiendo fantasmagorías, ideando paisajes y asesinando mujeres imaginadas que, como las reales, terminan rechazándome. Después tengo que vérmelas con la abulia o el desgaste neuronal, pero eso es otra historia. Las ideas flotan, gozosas, inacabadas. Schopenhauer lo dijo (mejor que mi paráfrasis, por supuesto): la concepción es muy linda pero el desarrollo es un cosa bien jodida. En fin, Schopenhauer también dijo eso de que las mujeres tienen los cabellos largos y las ideas cortas, así que quién sabe. ¡Qué precioso el didactismo en estas circunstancias! O, por último, el surrealismo y los periplos inmanentes. (Alguna vez, en un estado de automatismo producido por cierta pastillita, escribí un poema que trataba de gitanos y de la muerte. Y no me ayudó en nada a saber quién diablos soy, en ningún nivel. Y encima el poema era una mierda.) Estas líneas, sin ir más allá, responden a un impulso absolutamente caprichoso. Soy demasiado egocéntrico para las utopías ilustradas. Y soy demasiado flojo para todo. Hace unos minutos miraba las fotos de una muchacha que seguramente ya me ha olvidado y pensaba: "si al menos..." Un cuerpo desnudo y las transfiguraciones del lenguaje, como el pintor y la musa desnuda en una habitación sombría. Qué desastre.

viernes, 11 de enero de 2008

viernes, 4 de enero de 2008

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un mes, una hora, cuarenta años?
Vastos espacios sin retorno.
La tarde abre su ramillete de multitudes.
Voy caminando hacia ti, lento como un orgasmo.
Resplandece un diálogo infinito, un diorama de confidencias silenciosas.
Diástole accidental, soñando gozos de sístole materna.
Miradas como incendios. Soledades de acera.
Juntos, van marcando su preludio de corazones.
La larga espera de su final desesperado.
De repente: paseos, cafés, cielo, entrecalles.
Un abrazo de abruptas intermitencias.
Alguien que no se calla.
Todo ha acabado en un segundo.
Y un beso del que no quiero acordarme.
La ficción del movimiento traza su último vértice.

Un cuervo vestido de niño aun ronda los abismos de un parque secreto.