martes, 22 de enero de 2008

Por ejemplo, uno se detiene y se pregunta: ¿por qué diablos escribo? Casi desearía ser Diderot: bien dispuesto a pagar el precio en optimismo ingenuo, pero al menos algo importante, casi romántico, que me brinde el tan deseado grado ontológico. A veces me descubro tejiendo fantasmagorías, ideando paisajes y asesinando mujeres imaginadas que, como las reales, terminan rechazándome. Después tengo que vérmelas con la abulia o el desgaste neuronal, pero eso es otra historia. Las ideas flotan, gozosas, inacabadas. Schopenhauer lo dijo (mejor que mi paráfrasis, por supuesto): la concepción es muy linda pero el desarrollo es un cosa bien jodida. En fin, Schopenhauer también dijo eso de que las mujeres tienen los cabellos largos y las ideas cortas, así que quién sabe. ¡Qué precioso el didactismo en estas circunstancias! O, por último, el surrealismo y los periplos inmanentes. (Alguna vez, en un estado de automatismo producido por cierta pastillita, escribí un poema que trataba de gitanos y de la muerte. Y no me ayudó en nada a saber quién diablos soy, en ningún nivel. Y encima el poema era una mierda.) Estas líneas, sin ir más allá, responden a un impulso absolutamente caprichoso. Soy demasiado egocéntrico para las utopías ilustradas. Y soy demasiado flojo para todo. Hace unos minutos miraba las fotos de una muchacha que seguramente ya me ha olvidado y pensaba: "si al menos..." Un cuerpo desnudo y las transfiguraciones del lenguaje, como el pintor y la musa desnuda en una habitación sombría. Qué desastre.

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