lunes, 28 de enero de 2008

Desde hace al menos cuatro años mi mayor deseo ha sido el de poder regresar al pasado y cambiar las cosas. Hubo inclusive noches en que, a caballo entre el sueño y la vigilia, me desvivía rogándole a Dios que me concediera el milagro; me parecía un poco a esa Aída del primer acto de la ópera de Verdi, loca de dolor:

In note cupa
la mente è perdutta,
e nell'ansia crudel
vorrei morir.
Numi, pietà del mio soffrir!

salvando, claro, las distancias, pues
il mio soffrir no era tampoco tan terrible. Entonces me quedaba dormido y soñaba que era una especie de Jaromir Hladík: una voz profunda e infinita exclamaba "tu deseo se te ha sido otorgado" y, al abrir los ojos, la primera de la lista de mis arrepentimientos -pues mis contriciones tienen que ver más con mujeres que con otra cosa- volvía a sonrojarse, volvía a rechazar la petición de sus amigas por quedarse a mi lado, y volvía, tan sublime, tan inverosímil, a decirme con una sonrisa: hacemos un buen equipo. Con el corazón estallando de gozo, reconocía -pues parte del acuerdo consistía en que se me permitiese regresar con la memoria intacta- la existencia y la misericordia de Dios. Un gozo imposible: el de saberse capaz de enmendar algo físicamente imposible de enmendar.
En ese momento solía despertar.

¡Qué maravilla ser capaz de volver a la pubertad, de consumar ese amor irrealizado! La lectura de ciertas novelas de Vargas Llosa me entristecía -me entristece- por ese motivo: esos amigos de barrio y amores de colegio que abundan en su obra son algo yo jamás tuve. Parte del deseo de volver a la primera de la lista (esto ya parece un tango) se basa en esta frustración. La primera es la más especial; las siguientes carecen de ese valor agregado. Sin embargo, hay una contradicción. La memoria es indispensable para que el regreso sea tal: si no fuese capaz de recordar lo que sucedió y, por ende, ser consciente de que me encuentro repitiendo un episodio ya vivido, lo más probable sería que las cosas terminasen ocurriendo de la misma forma en que lo hicieron antes. Sería, pues, algo parecido al eterno retorno nietzscheano. Si no hay memoria, no hay retorno. Ahora bien, ese primer amor, el amor entre dos niños que descubren por primera vez su sexualidad, se cimenta en la inocencia de ambos. Es esta inocencia lo que hace tan venturoso un amor de colegio, la angustia del primer beso -el primero de todos- a alguien que jamás ha sido besado, la alegría del primerísimo tacto de una mano de niña; al mismo tiempo, el saberse por primera vez besado, tocado, y la conciencia, no exenta de cierto pánico, de que uno está entrando a un mundo nuevo, del que no había tenido noticia antes. El gozo, pues, del descubrimiento, y la ciega sospecha de que se está dejando una etapa atrás. ¿Cómo regresar a un estado de inocencia ya abandonado sin, a su vez, abandonar la memoria? ¿Cómo una mente adulta podría alcanzar ese gozo del primer amor, un gozo que no se entiende sin la inocencia propia de la infancia? ¿Y cómo garantizar la enmienda si no se dispone de la conciencia del retorno? No son tanto las leyes físicas, sino esta contradicción la que hace de mi deseo algo imposible de lograr. Como dice el verso de Rimbaud: "¡Esta inspirada afirmación demuestra que he estado soñando!"

En fin, esas cosas, por más que uno quiera, ya no regresan.

[Agregado desde el futuro, febrero del 2010: Eso de "La memoria es indispensable para que el regreso sea tal" es materia del tango más bonito que ha escrito Alejandro Dolina, "Reencarnación"
]

No hay comentarios: