martes, 7 de julio de 2009

Recuerdo que en alguna clase de teoría Hopkins contó que Montaigne era tan vago que tenía que obligarse a sí mismo a estudiar para seguir adelante. Me imagino al buen Montaigne acostado en medio del campo, mirando al cielo, sin tener la puta gana de levantarse, y sintiéndose, por eso mismo, terriblemente culpable. Estoy ahora mismo en ese estado. Me la he pasado luchando, a la manera de los wrestlers, con un trabajo que se negaba a darme los tres segundos: a cada tanto se levantaba, más terrible, expandiéndose hasta el infinito. He pactado una tregua y, si bien lo he terminado, presiento que la corrección me va a llevar un tiempo que, como es de suponerse, no dispongo. Sea como sea, no tengo ganas de hacer nada. Y, como Montaigne, ¿qué otro remedio me queda que sentirme culpable? Uno lee los avatares de sor Juana y, te juro, le dan ganas de comerse todos los libros del mundo. Pero ya me ves allí, derrotado en mi escritorio, sin más fuerzas; las olas del conocimiento rompen en esa quebrada yerma, de roca impertinente, que es, por lo pronto, mi pobre cabecita. Cierro el libro de turno, torno hacia el piano; me aburro y vuelvo a abrir el libro, y vuelta a empezar. A la mitad de la página me interrumpe un rostro, una esquina casi olvidada, el sabor de una cerveza tibia en el verano, la sensación de que se me han trabado los pantalones en la cadena de la bici. Sonrío como si estuviera allí; ellos me miran, me apresuro a decirles algo y plaf, caigo como insecto fulminado por el matamosca, con las patitas intentando rozar aún el cielo. Reaparecen la lámpara, el escritorio, como en el poema de Gorostiza. Las letras que parecen bailar una infernal, sempiterna conga. Me rasco la cabeza. Bostezo. Me levanto y prendo el monitor; de puro aburrimiento me pongo a espiar las vidas ajenas. Vidas de gente que, por lo demás, en un estado intelectual más decente, no me interesarían un carajo. Hace un rato, por ejemplo, me he puesto a ver las fotos de mis antiguas compañeras de colegio (en estas situaciones , te juro, uno aborrece la carencia del vocablo acquaintance en la lengua española). Hay chicas que no parecen haber cambiado un ápice de apariencia; otras, las de rostros más interesantes, causan una sensación semejante a la de los cuadros impresionistas, esa suerte de enajenización de una imagen tradicional, ese presentir el recuerdo en una entidad, en cierto sentido, desconocida. Otras más están sorprendentemente buenas (¿o seré yo?). En otro orden de cosas, y para que esta fiaca no parezca injustificada, he tenido un examen oral en la mañana que, para variar, me ha quitado gran parte del sueño. Oral. No hay cosa más absurda que un examen oral en una facultad cuya formación apunta, se supone, al perfeccionamiento de una argumentación del alumno basada en una forzosa -por lo exhaustiva- heterogeneidad de fuentes. Pero a Zanelli no le han dado ganas de corregir exámenes -¡Dios no lo permita!-, y los alumnos nos hemos visto en la obligación de meter la manito en un saquito negro, como si fuera concurso de programa de mediodía, y explicar, a fuerza de tarjetitas y bravuconadas intelectuales, que Tomé Cecial era el empleador de Sancho en La Mancha, que era cerca del mediodía cuando don Quijote bajó a la cueva de Montesinos, en fin, nimiedades tan absurdas como esas. No puedo menos que sentirme como un huevón cuando los exámenes de literatura se reducen a contar lo que sucedió en el libro evaluado, un huevonazo por haberme metido a estudiar una carrera tan inútil y despreciable. ¡Como si fuera servirme de algo recordar quién fue Tomé Cecial, o si Sancho usaba greguescos o pantalones! ¡Como si no fuese más importante la humanidad que atraviesa el Quijote, la desesperación del hidalgo en su locura, las críticas sociales, la confrontación de los estamentos, el nacimiento de la literatura como enfermedad! En fin. Supongo que estoy más enojado por haberme sacado trece que por la organización de mierda de mi carrera. Quisiera dormir, pero no tengo sueño; quisiera leer, pero me falta la capacidad intelectual. Cambiando de tema, ¿sabes qué se me ocurría ayer? Que es imposible extrañar lugares u objetos. Tengo un muy buen amigo que se muere de ganas de regresar a Buenos Aires, y yo me he puesto todo heraclíteo -¿se dice así?- y le dicho que agua que no bebes, déjala correr, y todas esas cosas. Uno puede afirmar con veracidad que extraña visitar las librerías de Corrientes, los gusanitos de goma que servían con el café en el Malba, las cocacolas en botella de vidrio y las criollas de La Americana, bien, pero este tipo de nostalgias son más bien superficiales. Me arriesgaría a decir que lo que uno verdaderamente extraña de una experiencia son las sensaciones particulares que esta le ha provocado, y que toda nostalgia legítima se funda la conciencia de que algo no podrá ya, de nuevo, nunca más. A mí me resulta imposible extrañar Buenos Aires, sencillamente, porque estoy consciente de que el Buenos Aires que yo extraño ya no existe ni volverá a existir jamás: se esfumó con el final de esas sensaciones particulares. Mi Baires fue el olor fresco del cabello de Stephanie, el sabor de las empanadas que preparamos con Pablo, el beso que se negó a darme la canadiense, el helado obligatorio después de una cena con la Gata, el escuchar a Wagner en una tarde de lluvia, las canciones que canté con Fernanda, la taza sin lavar en la que Francisco tomaba vino conmigo todas las noches, la sensación de estar perdido en la madrugada tras salir de Jobs, las carreras que nos echábamos para no llegar tarde al programa de Dolina, la alegría de encontrar una copia anhelada de Tristán en el Ateneo, el arroz integral que Joe me obligaba a comer, la explicación que le di de la filosofía kantiana estando borracho a Jeremy en una pizzería en plena madrugada, la botella de Quilmes por la que casi me arrestan en la calle, todo ello fenecido ya, perdido en ese río en cambio constante, transfigurado por la fantasía en la seguridad de la conciencia de que nada de ello volverá jamás. Ciertamente los extraño a todos; ciertamente, la verdadera nostalgia sólo puede estar vinculada a las personas queridas, en la esperanza de renovar una sensación que no podrá ser ya la misma, en fundar, dicho de mejor manera, una nueva experiencia a partir de esa esperanza, la fe en la potencialidad de felicidad que nos ofrecen ciertas personas. Vaya, ni yo mismo sé lo que estoy diciendo. Ya son las tres y tendría que reanudar mis lecturas. Dios, tengo un examen el jueves y dos trabajos por entregar el viernes, más uno que es due lunes. Habrá que resignarse y trabajar, que ya falta poco.

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