miércoles, 22 de julio de 2009

Vengo de dar un pequeño paseo y se me ha ocurrido, ahora que estoy un tanto preocupado por la tesis que tendré que hacer dentro de poco tiempo, que un buen tema sería el del laberinto. Laberinto, digo, como significante argumental -hilo narrativo que se propone, conscientemente, perder al lector en una maraña de imágenes, sensaciones, paisajes, personajes y situaciones diversas en unas pocas páginas- y como significado variable, dependiente de, por decirlo de alguna manera, la exploración que el autor quiere -o se ve obligado a- llevar a cabo. Trataré de explicarme. Estoy leyendo Lolita. Me he reído mucho con la afectación del protagonista, Humbert Humbert, que pareciera estar un estado de estupor constante, crispado por la obsesión que lo posee con respecto a su propia lujuria; se me antoja escribir ahora, out of the blue, que es un poco una parodia -si nos ponemos un tanto caprichosos- de los arrebatos más nobles de los místicos (pienso en una parodia mucho más evidente en el personaje de Anita Ozores, en La Regenta) y de los poetas. Rimbaud sentado en una espelunka (palabra heredada de mi madre), sucio y desprolijo (como Pappo), contemplando el producto de su propio desarreglo sensorial; Blake, aturdido entre revelación y revelación, sentado en una mesa con su esposa, ambos desnudos, ambos cóncavos (palabra heredada de González Vigil), entregados a una lectura espeluznante de la Biblia; San Antonio, alucinado en un desierto; en fin, creo que se entiende la idea. Así está nuestro querido Humbert, con la boca abierta y los ojos en blanco, un hilo de baba recorriendo el mentón y más allá, sentado en una banquita, contemplando a sus nínfulas. La primera parte podría sintetizarse en la búsqueda de Humbert por materializar sus fantasías con la nínfula que la suerte le ha dado en beneficio -o en desgracia- de prendarse, Dolores Haze, alias Lolita. Tras algunas tribulaciones que insuflan la novela de esos vientos, seguramente nuevos para la época (cosa que habría que rastrear, por cierto, si queremos ser exhaustivos), del humor negro (nota aparte, me imagino que parte del escándalo suscitado por la novela de Nabokov habrá provenido de una lectura poco acostumbrada a este tipo de humor: ciertamente, uno no puede tomarse en serio a un personaje que hable de sus erecciones como "manifestaciones ocultas de mi lujuria", histrioniquísimo -si se me permite la cacofonía- en sus arranques neuróticos, casi epilépticos, de pasión por las niñas), decía, tras superar los obstáculos que impedía a Humbert "magrear" a su querida Lolita (que incluyen una sarta inmensa de mentiras, varios proyectos de asesinato de la madre de la niña -con la que se casó sólo para poder gozarse a la hija-, somníferos destinados a dormirlas a ambas, etc.), el protagonista, hacia el final de la primera parte, se ve súbitamente beneficiado por un giro caprichoso del destino -y este tema es fuerte en Nabokov: recordemos que uno de los libros, Éxito, de Sebastian Knight en La verdadera vida... trataba precisamente de aquella magia del azar, que dispone, con un arte superior a cualquier cálculo racional, todas las variables para que un evento enorme y asombroso tenga lugar en la vida de las personas-, decía, por un golpe de suerte, Charlotte, la madre de Dolores, muere atropellada y de repente Humbert se ve libre para hacer de las suyas con su nínfula. Entonces Nabokov ejecuta una vuelta de tuerca en su novela y descubrimos que Lolita, a sus doce años, no era tan inocente ni tan ingenua como sospechábamos, lo que redunda en un placer más o menos exento de culpabilidad -al menos al principio- de Humbert. Entonces termina la primera parte, con una Lolita huéfana, aferrada a su padrastro por carecer de otra persona. Se me ha ocurrido mientras caminaba que la lectura de esta parte es como si uno siguiera el movimiento de una mano al trazar una línea recta. Entonces se abre la segunda parte y es como si esa misma mano diera un giro imprevisto y comenzara a dibujar garabatos en distintas e irregulares circunferencias infernales. Humbert se escapa con Lolita en un auto y las siguientes cien páginas están dedicadas a sus vagabundeos a lo largo y ancho de todo Estados Unidos. Allí comienza el laberinto del que hablaba. La sucesión de moteles, ranchos, hoteluchos de mala muerte y refugios lujosos; la ristra imparable de paisajes desérticos, aceras rebosantes de lluvia, bosques de pinos enormes, lagos incansables, museos, restaurantes de mal servicio, cines decididamente oscuros, en fin, toda una serie de imágenes casi arbitrarias acribillan al lector, que se siente caer en un agujero negro, arrastrado por la geografía compleja, extraña y abrumadora que trazan los personajes en ese viaje que más parece una huída. No he podido dejar de pensar, mientras me ahogaba entre tanta referencia, en la segunda parte de Los detectives salvajes, que, decididamente, tiene un precedente en la Lolita de Nabokov. De hecho, Nabokov y Bolaño comparten el rasgo trascendental de poseer un origen híbrido y disoluto: Vladimir, natural de San Petersburgo, tuvo que huir con su familia de la Rusia revolucionaria hacia Finlandia, huída a la que seguiría todo un peregrinaje desde Oxford, donde estudió, a través de toda Europa hasta terminar, finalmente, en Estados Unidos; Roberto, nacido en Santiago, educado en México y exiliado en Barcelona. Este origen heterogéneo común y la similaridad de la prosa de ambos autores no puede ser coincidencia. Mi hipótesis es que tal origen se traduce en un estilo determinado en que la diversidad cultural se transforma en pluralidad de imágenes sintetizadas, como quien quisiera meter un piano de cola en una caja de bombones, en un capítulo o una parte de la novela determinados; que el que sus personajes terminen perdiéndose en este laberinto es síntoma de la sensación propia del migrante, perdido también en una realidad compleja y desconocida, plural y ajena. Me cuesta, como puede verse, ponerlo en palabras. El laberinto de Lolita es funcional: el estilo disoluto, creado para perder al lector en la maraña descriptiva y narrativa, es el trasunto directo de ese viaje de pesadilla -de lógica estrictamente onírica- que emprende Humbert en la persecusión de su propio placer. En Bolaño, por el contrario, el recurso del laberinto va más allá: el estilo laberíntico es también reflejo de un viaje que Ulises Lima y Arturo Belano emprenden (como Humbert y Lolita, un poco huyendo y sin tener un destino fijo), pero aquí la literatura se mezcla con la realidad y este periplo, que sigue la tradición del "viaje de descubrimiento", bien conocida en la literatura occidental (el ejemplo obvio: el Quijote), se transforma en una suerte de búsqueda de la propia condición latinoamericana que tanto Bolaño como sus personajes parecen ejecutar con furor obsesivo. Es interesante esto que ha hecho Nabokov, de lo cual me voy percatando mientras escribo estas líneas: ese viaje de pesadilla, hijo deforme del viaje de descubrimiento, vuelvo a repetir, porque me gustó la frasecita, con esa lógica rigurosa propia de los sueños. En Bolaño, si mal no recuerdo, es algo parecido, un viaje que a la vez es de pesadilla pero que no deja de ser, de algún modo, predominantemente viaje de descubrimiento. En fin, es un poco eso. Resulta muy sospechoso que la prosa de ambos autores se parezca tanto, cuyo estilo sea una suerte de materialización de una común obsesión apátrida, de esa misma carencia de hogar y de los mismos problemas de identidad.

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