jueves, 26 de marzo de 2009

Paralelo mental: ¿hace cuántos meses que no me meto aquí a escribir de mis correrías amorosas? Claro, porque estas cosas para mí son como una especie de rodeo: yo soy el claun que corre en los entreactos. El protagonista de una comedia griega entre dos dramas de peso. "Correría", he ahí una palabra que no he usado nunca. Y que ni siquiera tiene relación directa con los toros. En fin, ¿qué iba diciendo? Ah. Y, ¡fíjate que cambio de contexto! Las cosas no son muy diferentes. Las motivaciones tampoco: hay allí detrás toda una maraña psicológica que no pretendo desenmarañar aquí. El hecho está en la posibilidad: las cosas podrían ser mejores. De allí a que dependan de mi esfuerzo, es algo difícil de asegurar. Sin embargo hay convenciones, digamos, que uno no debe violar si no quiere echar todo a perder. Hay ciertos gestos, ciertas maneras de tocar a la gente, que son como mensajes directos. El problema es que pienso mucho. Y la clave, acaso -ya veremos si se confirma hasta cierto punto o no-, esté precisamente en eso. Tolstói tiene un capítulo en su Guerra y paz que es como uno de esos episodios de Dragon Ball (no sé por qué se me ocurre esto ahora) en los que no pasa nada que afecte a la trama principal: como cuando Gokú aprende a manejar o cosas por el estilo. Decía: es un episodio interesante en el que Nikolai Rostov sale a cazar; luego se encuentra con su tío y pasan una velada hermosa con Natasha en la casa del tío, cantando canciones y descubriendo toda una nueva faceta del tío, recordando su infancia, etc. Más tarde, curiosamente, el episodio aparentemente intrascendente toma cierta importancia: Rostov está en la guerra, y, en el estrépito de la batalla, suspende su pensamiento y se entrega por entero al instinto del cazador: ve a un soldado en una posición vulnerable y, casi sin quererlo, se arroja hacia él, intuyendo, en una capa de pensamiento bastante alejada de la percepción consciente, que sólo habrá un instante en el que su cometido será posible. De allí, cuando reanuda el pensamiento, comienza a preguntarse "¿por qué hice esto?" y "¿hubiera sido justo matar a este ser humano, que parece tener de malévolo, que sólo tiene miedo?" Y todo eso. Lo interesante es esto de la suspensión del pensamiento. El cazador, tanto como el soldado, no pueden pararse a pensar: pensar les puede costar muy caro. Sus cálculos están hechos de instinto, pero también de experiencia; una suerte de mecanización guía sus actos, somete a su voluntad. Quizás algo similar ocurra en estas cosas también. Quizás deba desactivar mi cerebro y dejar que mi cuerpo se guíe en auto-pilot. Tocarla, dejarme tocarla. Suspender el Supergo. Desactivar la censura que opone mi cerebro a mi cuerpo y entregarme: dejar de ser yo, dejar de ser este cuerpo y estas neurosis y convertirme en el tocar, en el sentir, en el mirar. Ser el atraela. Ser mis intenciones; materializarlas en mi ser-ellas. Dejar de ser yo.
En fin, soy un over-analytic obseso de mierda, y tengo que llegar al punto de postular un anti-postulado para descubrirlo. Me gustaría ser, siquiera por un día, Anatolio Kuraguin en Moscú, específicamente el día en que besó a Natasha. Sentir la gloria desesperada de la conquista, sin pensar, dejar de pensar, dejar por fin de pensar y arrojarme a mis propias pasiones, aunque éstas destruyan las vidas de los héroes de la historia. Ser la sonrisa de Bolkonski al ver entrar a Natasha a su carpa; ser el beso de Natasha apenas rozando la mano de su amado. Ser todo eso y nada más.

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