martes, 2 de febrero de 2010

Accésit

¿Qué podíamos hacer, sino? Les hemos ofrecido cerveza (nadie puede rehúsarse a ello), si bien nos han pedido papel para fumar. La de la derecha -Camila, Mariela, Lucero-lleva un top melón; causa algo de sobrecogimiento la timidez con que sus senos se dibujan y desdibujan entre farol y farol. La de la izquierda abre una lata y se queda mirando a mi amigo. Enciendo el décimo cigarrillo y espero. Mi vida, me parece, se asemeja a una suerte de corto mal hecho: apenas algunas sensaciones -el crepitar de las hojas otoñales bajo las zapatillas, la lumbre escondida de un pucho que lucha entre la vida y la muerte, el olor de los libros pasados de mano en mano- cobran forma entre las palabras que describen mis días, mis pequeñas obsesiones. Los senos frecuentan, me dice una voz superior, algunos bares que mi amigo afirma conocer. Y después son las calles, las latas en la basura, los timbres, un huachimán dormido en su silla de plástico. Cuesta creer que el escaso trabajo que ha costado besarla, contemplar sus senos libres del rigor de la ropa. El mundo entonces se reduce a unas cuantas máximas, apenas a un calor indeterminado, a la mano que rodea mis muslos. Hay un cenicero con la forma de un gliptodonte: me causan vértigo los hexágonos de su caparazón. Me inunda una profunda sensación de melancolía. Poco después, la ventana, un cigarrillo en la mano. Una mirada basta para apremiarme a irme. Cierro la puerta con cuidado, y ya son los árboles enormes otra vez, el recuerdo del detallado Flaubert, la ignorancia y un especie de vacío ante las cosas ya conocidas. Cierro el pestillo de la puerta con cuidado. Siento que no hay mucho que escribir. Sin embargo, lo escribo.

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