miércoles, 23 de septiembre de 2009

Un amor estructuralista

Basta de hablar de mí. Hoy quisiera contar una historia ajena.

Una historia que me contó Facundo.

Desde luego, se trata de una historia de amor.

O casi.

Sin embargo, hay que tener en cuenta algunas cosas antes de empezar. Por ejemplo, que la botella de Merlot barato estaba a la mitad cuando Facundo, mientras lanzaba algún apotegma sexual que se le había ocurrido en el instante, intentó limpiarse la boca con una bombacha -soy fiel a su discurso-, y que de repente se quedó inmóvil (me dio la impresión de que, de súbito, Facundo se había arrancado la careta del tiempo del rostro, que sus facciones habían trascendido la temporalidad) y que, de la misma manera abrupta, se sacudió la parálisis, palmoteó la mesa y comenzó un relato que no terminaría hasta que hubiera dos botellas más en la mesa, las tres vacías, el cenicero a punto de erupcionar. Pero, todo hay que decirlo, a Facundo le gustaban las digresiones. Le gustaba saltar de un tema a otro; en su cabeza, todo, al final, aún forzadamente, conectaba con el resto. Como aquellas partituras en la que se inicia un tema que se deja en suspensión, que da la impresión de que el compositor se ha olvidado de él, y que sólo al final de la pieza, truco de manos, se completa en su tónica perfecta, esperada, anhelada. De manera que me será imposible reproducir el relato tal como fue enunciado aquel día, entre las botellas y la ya mencionada bombacha, a la cual Facundo confundió con una servilleta. Seguramente si yo no le hubiese señalado que se estaba limpiando la boca con los calzones sucios de vete a saber quién, jamás hubiera recordado la historia que me contó, sepultada como estaba entre otros mil recuerdos, entre otras miles impresiones femeninas y otras tantas miles de bombachas. Aunque, bien mirado el asunto, pudo haber sido cualquier otra persona. Me la contó a mí, sin embargo: eso es lo que importa. Me contó, al menos, alguna de sus versiones.

Último preámbulo: la relación de Facundo con las mujeres. Y las mujeres con las que solía involucrarse. Uno tenía que estar allí. Tenía que ver sentarse a Facundo en una mesa cualquiera; tenía que ver a la chica acercándose, una desconocida, con alguna excusa -era delicioso observar a una mujer bella pasar por todas las tribulaciones por las que usualmente cualquiera tiene que pasar frente a ellas: la duda, la trama seductora, las miradas furtivas, la angustia creciente- o sin ella, ir rellenando los vacíos de las frases a medio decir con un creciente contacto corporal -mano en la oscuridad; mejilla; antebrazos-. Uno tenía que ver cómo reaccionaba Facundo, cómo actuaba casi como si se las quisiera echar de encima; cómo aquella misma conducta desestabilizaba a las mujeres en un primer momento, las hacía dudar de sí mismas -nueva delicia-, imponía una capa de furia en sus miradas sonrientes, y al siguiente momento, de golpe, las hacía cambiar de táctica, las hacía proseguir en la lucha sólo por el honor herido (lo que me hace pensar en que hoy en día el honor equivale a la vanidad, pero discúlpeseme la interrupción), reivindincar sus bellezas ofendidas, a inaugurar sus relaciones con una decidida actuación beligerante. En realidad, la condición inevitable de todas las relaciones de Facundo fue siempre la furia. Una furia recíproca, agazapada entre las caricias; una bomba de tiempo. Digo recíproca porque Facundo, cómo no, las detestaba. Las detestaba por su belleza, por la consciencia que tenían de ser bellas, por la facilidad con la que apostaban todas sus cartas a su belleza, por la facilidad con la que su belleza conquistaba todas las cartas. Pero su actitud también estaba basada en la estrategia: sabía cómo ofender la confianza de cualquier mujer con la dosis exacta de la duda. Sabía medir sus movimientos; sabía no excederse; sabía cuándo había que ser brutal. Nadie más falso que Facundo frente a una mujer bella. Nadie más real, más sincero.

Nada más sorpresivo, pues, cuando me contó cómo la buscó después de la función, cómo le ofreció su chaqueta, cómo la acompañó hasta la parada de bus. Quisiera imaginarme esa noche un tanto sórdida, con un background constante de ladridos a lo lejos, siempre a la misma distancia; ambos caminan mirando el suelo. Permítaseme también imaginarme a nuestra heroína: cabello frondoso de castaña angustia, ojos profundamente negros, labios delgados, caninos puntiagudos. Un ligero carmín se asoma en sus pómulos con timidez entre sonrisa y sonrisa; unos lentes de carey negros, enormes -es el único dato que me dio- velan el asedio de toda mirada; se parece un poco a la Clare de Nabokov. El viento descubre, por ratos, su piel lechosa; con el apuro se ha olvidado de traer la ropa; se siente un poco tonta caminando con el vestuario en la calle; casi tiene la tentación de prolongar la vida su personaje -Facundo resumió el argumento de la pieza como "una especie de utopía marxista con fondo de los Rolling Stones"-, de decirle que no, de sacarse uno de sus zapatos y tirárselo en la cara. En realidad, ambos están actuando en aquel momento, ambos cumpliendo con entereza el rol que les ha tocado. Ambos, también, se han hallado, por puro azar, interpretando papeles inesperados.

Cerca del amanecer, Clare le dice que lo ama, le dice que está segura de que lo amará, que la certidumbre del futuro justifica todo fast-forward sentimental, que una predicción certera es sólo una cristalización aplazada de una realidad enteramente presente. Facundo se queda viendo los libros de su habitación: entre los lomos de cada uno de ellos asoman páginas arrancadas. El vestido se ha quedado colgando de una percha en la puerta del armario. La impaciencia con la que la cortina soporta la vanguardia del día le causa un poco de tristeza: yo no, le dice, yo no. Se levanta, se viste. Me imagino que Facundo se habrá ido sin más, pero aquí, por razones estructurales, le haremos darle a Clare la explicación con la que sólo remuneraba a los amigos cercanos: cada mujer es sólo la realización subjetiva de una función constante. No es preciso decir, como suele decirse, que uno se enamora de categorías: a mí me gustan las rubias, delgadas, de ojos claros, etc.. Pero es igualmente insensato afimar que uno se enamora de personas: uno se enamora, más bien, de materializaciones de determinada fantasía. Dicho de otra manera, el amor es siempre un fenómeno individual: la búsqueda de uno mismo a través del cuerpo del otro. Claro que Facundo no lo hubiera puesto de esta manera. Menos aún se hubiese demorado en darle explicaciones a nuestra Clare, nuestra desvalida Clare, que se ha quedado suspensa, que, ahora que Facundo se ha ido, comprueba la impunidad del robo y espera hasta el nuevo crepúsculo, toma el subte, recorre angustiosas avenidas, corrobora la dirección del documento y toca el timbre, grita, hace un escándalo hasta que Facundo le abre la puerta. Te has llevado mi bombacha, le dice. Ella lleva el vestido de la noche anterior. Facundo no se ha sacado la chaqueta que llevaba: revisa uno de los bolsillos: allí está, la bendita bombacha. No se ha dado cuenta en qué momento se la ha puesto en la chaqueta. Le ofrece una taza de café. Clare lo mira con rencor; se niega, sin embargo, a pedirle explicaciones. Facundo le pregunta cómo ha averiguado dónde vivía: Clare esgrime con desdén la billetera, el documento: se los tira en la cara. Le dice que se ha perdido, que ha errado la dirección, que la numeración vacila entre aquellas calles, que no sabe cuántas veces ha exclamado "Dios, aquí no está" (detalle un poco tonto que me dio Facundo, y por eso mismo memorable) furibunda al errar la casa. Facundo recoge los documentos en silencio. Clare le repite que lo ama, le habla de sus fantasías de muerte. En realidad, se las repite: Facundo apenas la había oído en ese arrebato nocturno, en esa deplorable irrupción del lenguaje después del goce carnal. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?, le pregunta. El futuro es una prolongación temporal innecesaria cuando uno está seguro de lo que va a pasar, le responde Clare; se levanta, toma un cuchillo de la cocina, se abre las venas. Ha tenido el cuidado de acercar los brazos al lavadero, aunque ni siquiera se ha dado cuenta de su consideración. Facundo se ha parado en el vano de la puerta; la observa, pensando qué debería hacer, qué debería decir. Clare le sostiene la mirada. Ninguno dice nada. Pasa un rato largo; silencio total. Poco a poco, Clare palidece; sus ojos decaen; sus brazos se apoyan contra el saliente del lavadero; sus rodillas tiemblan. Facundo la sostiene antes de que caiga al suelo. La limpia con cuidado, le hace un torniquete y camina hacia la calle. El chofer señala el taxímetro: quince pesos. Facundo urga dentro de la cartera de Clare: saca el dinero, le dice al taxista que espere. La blancura de la bata blanca de la enfermera refleja la palidez de la piel de Clare. Nadie lo ha visto escabullirse. El taxista le tiende una mirada larga e inquisitiva a través del retrovisor a Facundo: éste, con expresión divertida, sostiene, entre las monedas apenas descubiertas en el fondo del bolsillo, la bombacha de Clare en la mano.

Facundo se paró, apagó la radio, me convenció para buscar más trago. El único detalle que se había guardado -el más trascendental, por lo demás-, era el por qué de su asedio, de su acercamiento. Acaso simplemente necesitaba desahogarse: la actriz le pareció guapa y sintió pereza de esperar. Acaso cambió de opinión aquella noche, cuando Clare le contaba sobre sus fantasías de muerte, del goce, de la realización plena del amor. Acaso se había sentido sinceramente atraído hacia ella. Pero el ruido de este lugar no me deja seguir pensando con claridad. Han acabado de pasar una de esas canciones que uno tiene memorizadas sin haber jamás comprado el disco, sin que siquiera a uno le guste la canción. El estribillo me persigue:
Y me alejé de tí.
Suerte que te perdí.
Woooo.
Tanto como me perseguía aquella noche, mientras buscábamos una tienda en plena madrugada. Facundo la repetía una y otra vez.
Fuiste tan dulce nena, pero a la vez perversa.
Siempre me hablabas de morir...
Le decía que se callara y fingía no escucharme.
recuerdo bien la tarde en el pasillo
que sacaste un cuchillo
y probamos el dolor.
Silbaba sonriente, el muy...
y como nadie vino a abrir la puerta
te diste media vuelta
diciendo: "Dios, aquí no está".
Sólo ahora caigo en la cuenta. Carajo. Pero qué hijo de puta.

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