sábado, 14 de noviembre de 2009

¿Hay alguien ahí, realmente? Si nos ponemos a pensar un poco, resulta incluso peligroso, bastante intimidante por lo demás, que haya, efectivamente, alguien allí afuera, el lector que de alguna manera me conoce y a la vez -porque lo he procurado con todas las fuerzas, porque no podía ser de otro modo- no sabe nada de mí. ¿Quiero que se sepa algo de mí? ¿Para qué, si no, llenar espacios virtuales de letras negras, tender una mano invisible hacia la oscuridad remota? Ahora que estoy aquí, sentado en la esquina y mirando la pared, ahora que escribo y que sólo -Dios mío- puedo escribir y seguir escribiendo y confiar en que todo estará bien, en que las palabras, al ser pronunciadas -no importa qué palabras-, tendrán algún efecto sobre, digo, sobre algo, sobre el exterior, sobre ese exterior que está determinado por el interior, porque sucede que a veces no me doy cuenta y miro a través de las ventanas de los micros y la gente se deshace, unos ojos negros se cruzan fugazmente con los míos y siento como una especie de horror al sentirme expuesto, ante la conciencia de la ex-sistencia del otro, el otro que me ha descubierto mirándolo (recuerdo aún cuando descubrí por primera vez el juego de las miradas revertidas en los espejos, la desesperanza de la mirada imposible), y la basura y los periódicos y el humo que me gustaría aspirar ahora, por la ventana, como antes, si no estuviera enfermo, digo, sino me doliera el puto abdomen, sino me hubieran metido una sonda en la maldita vena hace unas horas, durmiendo todo el día, sin sensaciones, apenas vislumbrando mi propio deseo, aspirar el humo en la calle, el peligro y la cadencia de los labios, acaso un tipo desconocido dándome un sermón, que sino me comporto como persona normal, que si resulto hostil, que la chica del costado se ha interesado por mí y la veo y resulta que es fea and so on, la sonda en la maldita vena y el techo blanco, prístino, y mear en medio de los árboles y alguien que me dice que parezco gato y yo que pienso inmediatamente en Julio Cortázar con sus ojos excesivamente separados uno del otro y los labios finos, el mohín de indiferencia que un escritor supuestamente ha de tener, la cara de huevón angélico que el poeta debe tener -parafraseando a Watanabe-, y yo que le digo gata a una chica con excesivo entusiasmo, mi manera de decirle lo impronunciable, el techo prístino y la literatura médica que le subyace, las evocaciones en medio de un cigarrillo -si tan solo si-, los cuentos de Cortázar, las chicas feas y la basura y los periódicos y la mano, la mano siempre presente, que se extiende hacia la más terrible penumbra en busca de consuelo, el helado ella siempre lo pedía de chocolate, y la segunda bola también, y no se necesitaba un genio para adivinarlo pero ella igual me reprendía cuando no recordaba sus conciertos, y cuando por fin fui a uno -el amigo con el que fui casi se queda dormido-, le dije que las brujas, sólo por el hecho de serlo, no tenían que andar tan despeinadas y me olvidé el paraguas, tenía un amigo que no creía en los paraguas y cuando salíamos en plena lluvia se mojaba, y yo le preguntaba, desde mi seca ontología, si ahora creía y me decía que se iba a mojar más si lo usaba, creía en Dios pero no creía en los paraguas, y en los techos prístinos y en las chicas feas y los complots de las mujeres, la oscuridad que de repente refulge y los poemas de Rimbaud, tatuados en la geografía de una lágrima, el café y las mujeres cuya belleza duele, the wholesome beauté that hurts, el sabor del vino en la mañana y unos ojos cariñosos que mi miran, yo que no puedo creer el privilegio, las miro durmiendo allí -hace calor, una de ellas viste shorts-, ellas me invitan a salir, entro y está fresco y me acurruco bajo el techo prístino, las chicas feas en la pizzería, pedimos lo de siempre, la de espinaca y una empanada de carne, a veces una de pollo, yo no he oído nada de lo que han dicho en el taxi, ella que se va quién sabe dónde, quién sabe cuándo la veré de nuevo, los micros y la basura, toda gente inútil que no sirve para nada, todos como florero de cementerio en un día de llovizna, el silencio que se rompe por uno que otro comentario insospechadamente idiota, el techo prístino y los cuentos de Cortázar, la felicidad de los cuentos de Cortázar, la libertad que uno cree que aún puede experimentar, la edad y los niños que lo rodean, ella que viene con su polo de Pucca y yo como Humbert Humbert, le veo la piel blanca bajo el polo y adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno, retorno anhelado al humo de los ventanales, las sílabas y las cervezas en lata (nunca le escribí un soneto a ella), el agua en su quietud abrumadora y la noche como un espectáculo cuya sordidez parece dar cuenta de la existencia de Dios, los poemas de Rimbaud y las caravanas de los animales de lujo mientras camino bajo la sombra, las fosas que se cierran con la humedad, sus piernas, entre las que quisiera quedarme para siempre, los trayectos hacia la biblioteca y el segundo acto del Tristán, las niñas que se tocan en el cuento de Cortázar y la sensación de estar leyendo un maldito cuento de Vargas Llosa, el castigo de las niñas y el polo de Pucca, los techos prístinos de los que intento esconderme, el vacío, la desidia, el resplandor de los faroles, las sonrisas perdidas, el tiempo, lo que no se puede superar, lo innombrable, el deseo, la pérdida, los libros, las genealogías, las gotas para los ojos, la botella de agua perdida en Penitentes, las esquinas, los arrebatos, el sufrimiento, la esperanza, las palabras.

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