domingo, 17 de mayo de 2009

Pensaba grabar esto, para vosotros pudiérais escuchar mi meliflua voz, mi voz de barítono en drogas, pero mi microfóno, al parecer, mancó. Es un ejercicio que me gusta hacer, algo así como una escritura automática, dejar que el pensamiento se exprese por medio de la oralidad -no ha funcionado como he querido las últimas veces -thus, no he publicado esos experimentos, aunque ya lo haré en algún momento. Hay algo de restricción en la palabra escrita; la Academia parece acecharnos tras cada frase y, al menos eso creo yo, en cada corrección se pierde algo del sentido original, algo que, acaso, no podemos expresar, no podemos materializar en palabras, pero que está allí y que, irremisiblemente, se tergiversa. En fin.

Pensaba en el taxi: recordemos a Cervantes. Recordemos a Hernán Cortés, a Colón: todos ellos privilegian el oído por sobre la palabra. Cada vez que escriben hablan de "lo jamás escuchado", o "la historia jamás oída", en contraposición con la modernidad, que privilegia la vista por sobre lo oído: "no te creerías lo que te voy a contar ni aunque lo vieras", "algo jamás visto". Pero, ¿por qué yo pensaba estas cosas en el taxi? No es una pregunta retórica: en verdad no lo recuerdo. Cada momento en la vida es como el teatro. Héme aquí, en Sargento, en la altura privilegiada del espectador de una pieza teatral. Bajtin lo señalaba; Frye hallaba su importancia: esa mirada del espectador, la no comprometida, la que puede ver los actos más crueles sin sentir ningún interés, pues no tiene ninguna relación con los personajes salvo su rol de espectador, ese ojo que observa por sobre los acontecimientos, que puede vislumbrar el significado de las cosas, el ojo del escritor y del historiador. Es este un elemento perteneciente a toda dinámica de la ironía: en ella hay dos elementos en oposición, contrapuestos, y un tercer elemento que observa su contraposición. Dos voces que discuten y una voz que observa, por sobre las dos voces, la contraposición, la juzga y hace gracia de ella. He allí la ironía: la enajenación del acontecimiento vital. Ese tomar-el-rol-del-observador-desinteresado. Cada uno toma un papel en cada momento vital. Ese papel está determinado por las circunstancias, pero también por la propia voluntad. Tengo mi trago, observo. Ella está allí, interpretando su papel, el de chica atractiva, el de extranjera en busca del party-abroad, el de mujer en búsqueda de diversión. Yo, con mi bufanda y mi cigarro, observo: me niego a interpretar un papel. He a mi costado el payaso canadiense, que se bump-in en toda situación para restregarnos en la cara su presencia, afirmando con cada sonrisa escandalosa, con cada grito bufonesco, su identidad de guy who wants to belong, del actor en búsqueda desesperada de su papel en la obra. La comedia comienza. Y esta comedia es una cosa tan frugal, de diálogos tan idiotas -¿te gusta esta canción? Es de The Killers. Sí, sécate todo ese vaso. ¡Se acabó mi chela, qué triste estoy, buu!, ¿a ti también te gusta The Killers?-, una cosa tan anti-artística, si se me permite la expresión, que yo, actor sin chamba, paso, me quedo en el papel de observador, los miro y tengo ganas de abuchear la comedia, y me puedo dar este papel, puedo tener el privilegio de mirar sin participar, sin querer participar, por que ella, porque la protagonista de la comedia, la que sonríe y parece un poco perdida en cada escena, no juega ya ningún papel en mi propia obra, ya nada me liga a ella; veo a todas las mujeres que me rodean, la rubia con los labios carnosos, la pelirroja que me mira cada tanto y que descubre mi mirada curiosa, la suiza que aparenta menos felicidad que aburrimiento, el tipo que se supone que está bueno y que sigue insistiendo sobre The Killers; veo a la chica de rojo, a la brune aburrida en el escaño, a la tetona que baila Queen, a la morena de rostro impasible, y ninguna, ninguna de ella,s ejerce la mágica influencia de la atracción instantánea, la atracción innominable, la que procura la fuga de la sangre al sur, la que deprime por la lejanía, la que amarga el trago de turno, la que, en fin, le hace a uno imperativo el hacerse de un rol en la comedia en desarrollo. Ella está allí, bebiendo, ganando fragilidad a cada trago, y a mí no me importa; no quiero imponer mi rol sobre la comedia. Entonces me quedo interpretando el rol de espectador. ¡Qué anti-artística es la vida! ¿Se imaginan a un actor en plena obra teatral, parado en una esquina, mirando, sin hacer nada? ¿Un personaje que siga a los protagonistas sin decir palabra, sin mover objeto, mirando y expresando su desdén y su desilusión en cada escena, ante cada acto que los protagonistas realizan? Entonces se me hace tan difícil de entender a las mujeres, tan evidente y tan irrisoria mi complejidad, que no encuentra satisfacción en nada que le rodea. Entonces la realidad se me hace poca cosa, y el arte suprema configuración de elementos intrínsecamente fallidos. Entonces observo, y la comedia parece como si, en verdad, no tuviera lugar. Estamos allí, en Sargento, la música blasting en nuestros oídos: no hay posibilidad de entablar una conversación legítima. La interacción lingüística se da sólo por medio de monosílabos. Un lugar donde, precisamente, se privilegia la vista por sobre el oído, un lugar decididamente moderno. ¿Se imaginan una discoteca así, o, mejor dicho, un lugar donde nadie pudiese escuchar lo que el otro dice, donde el oído estuviese negado por completo, en el siglo XVII? La selva de las discotecas es un refugio de sordos: allí sólo se liga con los ojos. Basta la fortuna del azar en la configuración física para establecer un contacto. Allí no se busca; se espera. Allí todos miran y nadie escucha. Allí la humanidad se pierde en el atisbo de la careta de turno en permanente devenir histórico. Un instante que dura toda la noche: eres, para los demás, en ese momento, como luces en ese momento, e importa sólo eso; nada de lo que hayas sido, nada de lo que quieras ser, siquiera nada de lo que realmente eres, cuenta: ni tus planes, ni tu espectro moral, ni siquiera tus palabras. Como un refugio anti-pastoral: los pastores, en la tradición de la literatura pastoril, se disfrazaban y se refugiaban en el bosque, con una identidad nueva -la del pastor-, no para aparentar lo que no son, sino para exteriorizar con plena libertad -la impunidad de los disfraces- su verdadero yo. Más tarde tal voluntad se transformaría, con Rousseau por ejemplo, en impulso confesionario, y el disfraz de pastor devendría palabra íntima: en efecto, Rousseau consideraba la palabra como único vehículo de confesión, en un mundo donde la oralidad siempre tendía hacia la convención social en la que, sin duda, el yo verdadero se perdía sin remedio. Ese yo verdadero, ¿puede expresarse únicamente tras el disfraz de la apariencia? ¿Hay un verdadero yo, una identidad configurada como especificidad individual, como individuo afirmado en la conciencia, detrás de un rostro que cultiva, como yo particular, las variaciones previsibles de un modelo impuesto socialmente? El culto de la convención, los ojos que ven sin mirar. Busco -la busco, y sólo piso mi propia sombra. ¿Eres realmente tú, o la que veo es otra? Como esa niña chilena, la niña maravillosa de las ojeras rebosantes de tristeza, a la que desnudé en un balcón de Buenos Aires, la que al segundo se transformaba en otra. Yo la vi; ella se fue despojando lentamente de sus ropas, las medias, la falda, los aretes, la casaquita negra y el top ceñido, se fue despojando de todo hasta que quedó sólo su corazón, frágil puño atravesado de lágrimas. Yo la vi, y los demás, con los que ella pasaba tanto tiempo, apenas la conocieron: yo la vi en esos instantes, que fueron los últimos. Te busco desnuda y sólo veo sonrisas detrás de una cañita. Palpo tus senos y sólo hallo garments infranqueables, la seda de lo que los otros han puesto sobre ti, el vago despojo del rodar incesante de la piedra por la vida. Un film de spots conocidos hasta el hartazgo. Entonces me doy cuenta de mi papel, entonces bebo, enciendo un cigarrillo, me aburro. La belleza parece haberse escapado de mi percepción. Los chicos te miran; eres deseada. Nadie puede ver tu verdadero rostro. Y a ti, en verdad, sólo te importa el disfraz exitosamente proyectado. Si te surrara palabras de amor, si te desnudara con el verbo, ¿te quedarías frágil como el pájaro súbitamente sorprendido en la intimidad del nido? ¿Levantarías hacia mí la mirada del niño sentado, las rodillas entre los brazos, en las aristas del arcano más humano? Ah, pero yo ya no quiero seguir en Sargento, en ese lugar donde no existen las palabras, donde nadie quisiera ya escuchar los relatos de Cortés, donde ya ningún caballero se sienta alrededor del fuego a escuchar las historias jamás oídas de un cabrero de experiencia infinita. Ya no, me largo. Si tan sólo siempre fuese así: si pudieras, en la magnífica imagen de Dolina, ver más allá del Uno, desdeñar a la reina del corso, buscar el verdadero amor siempre. La trocha, el dulce peñasco, la travesía solitaria desde esa ínsula oscura hacia el Norte de la Venusberg, sin embargo, fuerza demasiado la carne. Dicotomías platónicas. Sólo la soledad procura los placeres infinitos.

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