domingo, 5 de septiembre de 2010

Volviendo a ver Six feet under

¿Qué se me ha dado este fin de semana, que vuelvo otra vez a este páramo de palabras? Puede que sea el hecho de que, por primera vez, tengo que escribir literatura como tarea y que, como sé que me va absorber más de lo que puedo ofrecer en este momento (con una tesis que inventarme para el miércoles y tres lecturas pesadas que hacer y resumir para pasado mañana), decido 'procrastinar' aquí, pequeño simulacro de escritura creativa. Me duele la panza, eso me gustaría registrar primero. Y el que me sienta tan, pero tan cansado (no he dormido mucho ayer). He trabajado un poquito en las lecturas ayer, ausentándome incluso de la chupeta por el cumpleaños de un amigo (¡que parece que no debí haberme perdido!), y un poquito más pequeño hoy, y el resto me la he pasado viendo (o volviendo a ver, debería decir) Six feet under. Regresar a un texto conocido (ya se sabe cuál definición de texto uso, blabla) y bien querido es una experiencia curiosa, como un releerse a uno mismo en el acto de intrepretación. Digo, no sólo interpretación simbólica, sino, más generalmente, en el acto de interpretación de la realidad. Por ejemplo, recuerdo que cuando veía la serie por primera vez (en su primera emisión de HBO latino, cuando estaba más o menos en tercero de secundaria) me causaban mucho morbo las escenas de sexo entre Nate y Brenda de la primera temporada. Casi se sentía como si viera una porno en la tele (el mismo sentimiento de morbo que uno tenía viendo las películas de medianoche de Cinemax). Ahora, las mismas escenas me parecen más bien redundantes, como una forma cliché de hacer aparecer el show como uno edgy. Tampoco era capaz de ver la profundidad con la que, temporada a temporada, los creadores del show van redimensionando a sus personajes. Ni mucho menos los aciertos y los fracasos en este esfuerzo. Por ejemplo, tenemos a David, que comienza casi como un lugar común: su primera narrativa es la del gay reprimido que tiene que aprender a aceptar su condición homosexual. Bien. Eso se logra en la primera temporada. ¿Y qué pasa cuando se agota esta narrativa? Los guionistas (y Michael C. Hall, desde luego) también, de alguna manera, superan la homosexualidad de David (quiero decir, dejan de verlo exclusivamente como el gay character de la serie) y se dedican, esta vez, a problematizar su relación con su novio, Keith. Los problemas amorosos con su novio, y las formas que tantean ambos para mantener la relación a flote, se vuelve la narrativa principal del personaje de David. ¿Y qué mejor manera de luchar contra la homofobia que problematizando no la diferencia (David como un personaje definido por su homosexualidad y, por ello, con problemas estrictamente homosexuales) sino más bien la igualdad (los problemas de David y Keith parecen los de cualquier matrimonio de clase media) entre personas homo y heterosexuales, y su manera de relacionarse entre sí?
Hay, pues, un refinamiento en el caso de David. Pero, como decía, también hay desaciertos vista la serie en retrospectiva. El más obvio es el del personaje de Federico: el esfuerzo que intenta hacer de Rico un personaje más complejo no puede pasar desapercibido, como tampoco puede hacerlo su fracaso. Por citar algunos ejemplos: el tratamiento poco desarrollado de la depresión de Vanessa (que, de un capítulo a otro, deja de ser un problema), o las lagunas que afloran ante la aparición de Sofía (mejor dicho, ante la relación de Rico con su hija: caemos en la cuenta de que no sabemos casi nada de Rico en su rol de padre). Pero quizás el más doloroso es el de Ruth, cuyo personaje ha ido en picada desde la tercera temporada. El simbolismo sutil de la narrativa de Ruth en la segunda llegó a cotas de verdadera genialidad: "The Plan", ese programa de auto-superación personal al que Ruth se inscribe, le daba la necesidad al personaje de explicar sus defectos en jerga arquitectónica ("mis cimientos están dañados", o "debo contruir un mejor plano para mi casa [mi vida]", jerga que a su vez nos remitía a la enorme casa vacía de los Fisher (la escena en que Ruth se prepara una cena perfectamente organizada y se la come totalmente sola es especialmente elocuente), que, a su vez, era el símbolo perfecto para la soledad de Ruth, una soledad como producto de la pérdida de los roles de esposa y madre, que la definían como persona y le daban un lugar en el mundo. Ruth es la madre sin hijos, la esposa viuda: su vientre y su vida son exactamente como su casa: vacíos, hechos de ausencias. Pero explicar esto es como explicar lo gracioso de un chiste: hace falta verlo y descubrirlo, sentir esa tremenda sensibilidad femenina que rodea al personaje de Ruth, atisbar la inteligencia con que se le ha configurado. Desfortunadamente, todo esto se pierde tras el fin de la narrativa de la amistad con Bettina, el personaje jocoso e irreverente de la maravillosa Kathy Bates (y le digo así porque ella dirigió el que a mí me parece el mejor capítulo de toda la serie: el número doce de la tercera temporada; ¡qué talento para la dirección!). Ruth parece superar de un día para otro su soledad, concentrándose más bien en relaciones que poco tienen de interesantes. Su amorío con nuestro querido Dwight Schrutte, Arthur (Rainn Wilson) es pointless y parece haberse escrito sólo para aligerar el resto de narrativas (especialmente la de Nate), mientras que su relación con George resulta más bien aburrida e insípida (exceptuando, quizás, su corto noviazgo y la boda). El personaje de Ruth, así, parece trazar el movimiento inverso al de David, de bueno a no tan bueno.
Lo cierto es que todavía no acabo de ver la serie y quizás haya algo más que quiera decir por aquí cuando lo haya hecho. Mi dolor de panza, menos mal, cesó; acababa de ver ese episodio en donde atracan a David (el robo más largo y cruel de la historia), y no dudo que eso haya colaborado con la revulsión estomacal. Me apresuro a seguir procrastinando y comenzar con el siguiente episodio.

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