jueves, 29 de abril de 2010

Estoy cansado, enfermo, confuso. Me he ido despojando poco a poco de todas mis convicciones, y ahora pareciera como si estuviera desnudo. ¡El fin de los tiempos! Hay pequeños detalles que la gente cree que uno no capta; en esa convicción (en ese desinterés) radica la ignominia. En fin, uno camina, uno espera que la señorita salga de los servicios, expectante ante la escalera. En el interín hojea un libro desganadamente. Ante los personajes que desfilan día tras día ante mí, me he vuelto muy amigo de los medievales. La verdad es que la primera vez que vi Tristan und Isolde (en DVD, una muy mala versión: era también la primera vez que la escuchaba) me quedé deslumbrado por la fuerza del concepto del honor. Hoy quisiera pisarle los pies a la hermana de una amiga que no veo hace años. Sale la señorita, reanudamos los vacíos: una conversación en los extrarradios del lenguaje. Me pierdo en mi propia maraña mientras busco un cigarrillo que sé que no tengo. Le dan ganas a uno de escribir un poema, o al menos romper una copa. Todo, al final, se reduce al roce involuntario de una extraña en un micro que uno ha tomado por equivocación.
Pero carajo, ya parezco Cortázar.

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