miércoles, 26 de agosto de 2009

No sé. Como si hubiera una suerte de esencia oriental en mí -sentado en mi propia occidentalidad, bajo un cielo teñido de sangre- una sed incognoscible me lleva a anhelar la pulverización de mi propio cuerpo. Llegar de la calle, sacarme la carne y colgarla en el perchero. Entonces me volvería todo pensamiento; podría renegar del mundo, huír hacia los libros, sin un rezago, una brizna ínfima de culpa. Entonces el mundo se cerraría como un libro; entonces se abriría -¡prodigio!- el Libro del Mundo. ¿Extrañaría entonces, desterrado de toda posibilidad de sensación, los placeres que arrastraban mis miembros hacia la más impúdica vergüenza? ¿O mi nuevo estado sería la culminación de todo placer humano, fin actual de todo simulacro mísero en la carne?
Anclado en este pobre sexo estéril a la tierra, viendo cómo el humo se desvanece allí donde los árboles renuncian al peso de sus hojas para transfigurarse en noche cerrada.

No hay comentarios: