sábado, 22 de agosto de 2009

Alberich

The Rhinemaidens teasing Alberich from The Rheingold and The Valkyrie by Richard Wagner (fragmento). Arthur Rackham, 1910.

En los últimos momentos de la primera escena de Das Rheingold ("El oro del Rin") se nos dice que Alberich el nibelungo, tras ser rechazado por las tres doncellas del Rin, renuncia al amor. Lo hemos visto trastabillar en sus intentos de seducir a las doncellas; éstas, con gran malicia, fingen una tras otra acceder a su cortejo para luego desdeñarlo con sorna. Sin embargo (y un poco paradójicamente) no han tenido reparo alguno en revelarle el secreto que activa las fuerzas del objeto del que se supone son guardianas: la alquimia del oro del Rin depende, única y sencillamente, que el alquimista renuncie al amor. Alberich trueca entonces codicia carnal por codicia material, y el oro deviene anillo. Primer problema: codicia carnal, en última instancia, es una forma de codicia material. Desde el primer momento Alberich se nos presenta como un ser bajo y repugnante, que sólo desea materialmente a las doncellas del Rin. El requerimiento de amores aquí es un cortejo, si bien torpe, intrínsecamente venéreo. Lo que nos lleva a la pregunta esencial: si Alberich busca en exclusiva satisfacer sus deseos carnales, ¿a qué amor podría él renunciar? Nuestro nibelungo parece estar vedado desde el principio a un amor, permítaseme el adjetivo, "espiritual": nos resulta imposible imaginarlo convertido en un Tristán, en un Walther, en un Lohengrin. Éstos amantes se definen por su nobleza, y a la vez, es su nobleza la que les permite amar por todo lo alto, la que define el valor de su amor. Alberich, que carece de todo rasgo moralmente superior (hasta su apariencia es monstruosa), no puede, por la propia naturaleza de su personaje, amar heróicamente. Pareciese destinado más bien a un amor egoísta, a la mera búsqueda de alivio sexual. ¿Al renunciar al amor, entonces, nuestro nibelungo ha optado por la abstinencia carnal? Nos sentimos tentados a responder que sí, y recordamos entonces, un poco apresuradamente, que el valor cristiano de la abstinencia es el de la virtud. Pero la renuncia de Alberich no lo vuelve virtuoso: lo que en los santos es abolición de la carne en pos de un ejercicio espiritual pleno, en nuestro nibelungo funciona como la posibilidad de satisfacer un deseo de venganza, de codicia, de megalomanía. En pocas palabras, Alberich renuncia al amor para acceder al poder, y, curiosamente, las puertas del poder se abren, en la cosmogonía wagneriana del Anillo del Nibelungo, de la misma forma que las puertas del paraíso en la cosmogonía cristiana. Me parece, sin embargo, que hay una manera más interesante de pensar todo este embrollo. Al renunciar al amor, ¿Alberich ha renunciado a la satisfacción de sus deseos naturales o, por el contrario, a la posibilidad de sentir esos deseos? ¿Renunciar al placer sexual, en este contexto, equivale a una autoprohibición de aliviarse o a la llana supresión de toda sexualidad? La abstinencia de los santos implica una gran cuota de dolor: la virtud en su renuncia se halla, precisamente, en el sufrimiento de la urgencia. Pero ya hemos visto que el valor de la abstinencia es distinto en nuestro contexto, pues los objetivos que persigue Alberich no pueden definirse como virtuosos. ¿Y si, más bien, nuestro nibelungo, al maldecir el amor, se hubiese deshecho de toda posibilidad de sentir placer sexual? Entonces ya no habría virtud posible. Entonces, y si tomamos en cuenta que una de las características del ser humano es la de reprimir sus impulsos sexuales (el lenguaje parece haber nacido expresamente como censor de la sexualidad), Alberich, al renunciar al amor, a la posibilidad de desear, habría renunciado, en última instancia, a su propia humanidad.

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