sábado, 1 de agosto de 2009

Me ocurre de tanto en tanto que cuando toco una pieza de Chopin en el piano comienzan a aparecer moscas por toda la habitación. Moscas azules cuyo lomo, ante la luz de la lámpara, reverbera en tonos verdosos y dorados. Algunas se detienen en el borde del lomo de algún libro (una edición de El metro de platino iridiado, un manual de literatura francesa del año 1945, una edición Oveja negra de La familia de Pascual Duarte, un diccionario de alemán -las he anotado); otras buscan el platillo vacío, la mágica estela del vaso torpemente servido; otras más se posan sobre distintas teclas. Sobre estas últimas uno no puede evitar detenerse a pensar en qué clase de música estarán trazando a la par del preludio. La dulce, vibrante cadencia de la música de las moscas. Poco a poco se van dispersando, se desvanecen en la sombra del resto de habitaciones. Son tan escasas las noches de las moscas azules, tan vanos, a veces, los intentos de conjurarlas...

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