jueves, 24 de diciembre de 2009

Sin sueño y sin pantalones. Es navidad, aunque eso a nadie le importa. Pensando en Joyce, pensando en mi 'break', pensando en el miedo que tengo de ver mi calificación en that subject, pensando en el stream of consciousness, en sexo y las mujeres que me dijeron que no, sea para salir, sea para acostarnos juntos, sea para una fiesta, sea para acompañarlas a tomar el bus. En las muchachas cabezonas y de ojos claros, en esa dentadura demasiado pequeña para su rostro, en las orejas pequeñitas (defecto terrible), en los dedos manchados de nicotina, en la faja que usaba en la presentación mi profesora de piano, en un poema de Nerval que intenté recitarle a una inglesa -en francés- mientras dejaba enfriar mi pollo a la brasa, en las visiones de Eileen y de Emma, en las visiones del fauno de Mallarmé, en un balcón lleno de cajetillas, en un parque parecido al apocalipsis, en las fotografías de una mujer amada. Tengo la panza llena de gas por haber estado tomando cerveza después de la cena navideña. Y, seemingly, no tengo nada en la cabeza para escribir salvo lo primero que aparece en el llano. Por ejemplo: me gustan las chicas artie. O: me gustan las chicas que me dan bolisha. O: todo artista tendría que leer la novela de Joyce en sus 16 o 17 años, la edad de Stephen hacia el final. O: quiero fumar aún otro cigarrillo más. Creo que todo escritor -cuyo oficio, por antonomasia, demanda cierto fetiche con su propia soledad- ha tenido que imaginar alguna vez a un personaje un tanto sobrehumano, capaz de sobrepasar la dialéctica pertinaz entre la compañía de gente insulsa y la soledad que le carcome a uno la existencia. Desde el breakthrough en los estudios franceses multidisciplinarios -eso que la gente llama ahora 'Teoría', o 'Crítica'- tenemos aún más maneras de pensar ese viejo problema que ya abarcaba gran parte de la obra de Juana Inés, del que hizo una novela el amigo Johann Wolfgang, tan presente, por fin, en la novela de nuestro adorado James: si la experiencia sensible es inseparable de su textualidad (de su 'emplotment', según el concepto de H. White), si en realidad nuestra experiencia del mundo es intrínsecamente la experiencia que se tiene frente a un texto (realidad como construcción textual, y, a la vez, determinación del 'lector' como competente o no competente), ¿cuál sería el valor de la compañía humana sino aquel de su predeterminación cultural, la sensualidad de la innovación narrativa, las ignotas artes? Regresamos a la novela de Somoza: la dialéctica dionisíaca-apolínea se resuelve en la exhortación a vivir una vida que, cruelmente, se define por su naturaleza semiótica. ¡Salid a vivir, abandonad el texto! Pero recordad que la vida es, al final cabo, texto. En fin, ya me he aburrido. Son las 3:21 am y no tengo sueño. Maldita comida fuerte a medianoche. Seguiré con Joyce.

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