domingo, 14 de diciembre de 2008

Io non ti vedo più, Susanna mia


Tristeza, evidentemente. Noche de despecho -público, I might add: es como si viviera en Vetusta, por la puta. Noche anterior: los cuatro en mi habitación: el triángulo de cuatro vértices: el cuarto, diríamos, toca la trompeta mientras los demás ejecutamos el baile. ¿Qué hubiera pasado si esta comedia se hubiese prolongado en una convivencia absurda? Hablando de Mozart: y yo haciendo, evidentemente, el papel del Conde. Io non ti vedo più, Susanna mia. El trompeta habla bajísimo con Susanna; la Condesa observa; el Conde se fuma un cigarrillo en la ventana. El Conde, ya un poco bebido, pregunta de qué hablan. El trompeta lo manda a paseo. Susanna lo mira: y en esa mirada, como respuesta a la pregunta anterior, se sintetiza la comedia. En su multiplicidad de lecturas, en el orgullo que ostentan tanto Susanna como el propio Conde. Más tarde se abrazan con frialdad. A la noche siguiente, antes de salir a Tierra-de-Nadie, Susanna se aparece. El Conde piensa: el hecho de ver a la persona de la que ya te has despedido para no volverla a ver unos minutos o una hora después, por pura casualidad, antes de que ésta parta, estropea y hasta ridiculiza las despedidas. Baja, le abre la puerta; se despiden en el tercero. Susanna le promete que se verán en el jardín, o en el sexto, que es lo mismo. Cuando ya está a punto de irse, le manda un mensaje diciéndole que no podrá subir, que ha sido un placer conocerlo ("...en serio"), y que se mantenga en contacto con ella. El Conde le responde que igualmente, y termina, un poco puerilmente, adjetivándola de "querida." Baja las escaleras y se une al grupo de kamikazes. La comedia tendría que haber terminado allí, pero el director zarandea la batuta nuevamente: Susanna baja y ambos personajes se encuentran por última vez, tras el intercambio sesgado de sensaciones, tras mensajes cifrados, tras ese "me rehuso hasta el final a decirte lo mucho que significaste para mí". Un poco perdidos, se miran; Susanna se despide de los payasos que la instan a seguirlos hasta Tierra-de-Nadie, con un grado de desdén que el Conde aprecia; se abrazan por última vez, muy mecánicamente, y acto seguido ella se va. Aquí tendría que haber pasado otra cosa para, como diría Fígaro, "finir la burletta lietamente e all'usanza teatrale": el Conde tendría que haber cruzado la acera, haberla detenido y haberle dado un largo y ridículo beso: allí caería el telón y el final hubiese colmado las expectativas de un público más bien mediocre. Y el Conde lo piensa, mientras su espalda se aleja: lo piensa. Las cosas, sin embargo, ya están dadas: su orgullo se lo impide, además de la ridiculez intrínseca de semejante situación. Las cosas ya están dadas, repito: ya está. Y no se arrepiente de su decisión, no: lo que hace es sumirse de lleno en la jungla y hacer lo que su cuerpo le indica. Y lo hace.
Pero la comedia ha terminado ya. Algo muy literario, que ha exigido de nosotros nuestras mejores actuaciones para estropear tan maravillosamente las cosas. Un juego de silenciosas consecuencias, de mecanismos secretos, de incongruencias innumerables. Uno a uno, han ido cayendo como moscas: y mi número es el siguiente. Personas que no volveré a ver, y viceversa. Y Susanna. Mi adorada Susanna, inalcanzable ya.

Sí, ciertamente la tristeza. No ha sido una comedia tan mala, sin embargo, ¿verdad, caballeros? ¿Verdad, Susannetta cara?

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