lunes, 18 de noviembre de 2013

Digamos que son líneas que se cruzan, o que pueden cruzarse.
Por ejemplo, Luca Prodan en la Inglaterra de los ochenta
y su llegada a las pampas argentinas.
¿A quién no le gustaría contar esa historia?
Podemos estar un rato en Londres,
detenernos en la vorágine de las fiestas,
pero el riesgo del lugar común es demasiado grande.
Podríamos mostrar, por ejemplo, al típico grupo de amigos,
las luces de colores,
y luego las agujas y la sensación de que no hay salida.
Pero todo eso es tan. ¿Para qué, ya?
Sin embargo, la idea de narrar al grupo de bohemios
me provoca somnolencia y hartazgo.
Pero allí está, ahí debe estar:
la amistad.
La amistad en la experiencia estética.
Digamos, la búsqueda de una expresión sintética.
Digamos, el grupo heterogéneo que se comunica con un lenguaje común.
¿Pero no es eso Rayuela, no es eso Adán?
Entonces vuelvo al inicio, a las primeras páginas,
y es otra vez Adán,
el mundo que se crea del caos,
otra vez Joyce,
el mundo que nace de la palabra mentada.
Luego pienso en la habitación del último piso
de los edificios gemelos de la Plaza Dos de Mayo,
y me digo Candy Darling, Velvet Undergound, Andy Warhol:
ya está.
Luego pienso en la historia de mi familia
y cuánto daño les haría relatándola.
Luego pienso en los símbolos,
el Viernes Santo,
la novela narrada por otro personaje,
lugares, formas, sensaciones,
Proust, Cervantes.
Digo carreteras y ya es Kerouac o Los detectives salvajes o hasta Lolita.
Digo terrorismo y ¿Roncagliolo? ¿Alonso Cueto?
o González Vigil asegurando que esa novela aún no se ha escrito
a pesar de los intentos innumerables. Pero
yo no voy a ser quien la escriba.
Quiero pensar en Charly García y David Lebón
escribiendo en Buzios las canciones
que tan mal se tomó la gente en su momento,
gente alguna que quizá desapareció,
gente quizás que acabó
como Maribel: flotando en el río.
Efectismo, me digo. Una ópera de Verdi
o un disco reciente de Fito Páez:
fórmulas.
Luego inevitablemente pienso en la novena de Beethoven
y me digo: imposible.
A veces me da por pensar en una novela happening,
una novela cantada,
"sugerida" si te pones pedante,
salir a la calle y cantar la novela en bares,
en cafetines,
y que quien quiera escuchar, que escuche.
Me tienta constantemente
la servilleta de Martín Adán.
Arte efímero, sin posibilidad
de tomarse nada en serio,
volutas de humo en el aire.
Una canción que se canta una sola vez
y que ya no se vuelve a cantar.
Quiero pensar en arquitectura,
quiero diagramar planos,
construir líneas temporales,
cruzarlas.
Pero todo es tan indefinido aún.
Sin embargo, lo que sí quiero
es un lenguaje llano,
no quiero exclamaciones desesperadas
ni escritura compadecida de sí misma
porque escribir es igual que cualquier cosa
porque no tiene nada de especial ni es nada digno de orgullo
ni algo que deba padecerse
(aunque a mí también por ahí me ha dado, es inevitable)
ni algo que deba mostrarse como el inválido
que muestra a los pasajeros el muñón por unas monedas.
Porque ¿qué mejor que consumirse
que arder en el fuego
caldeado de nuestras propias pasiones
si más allá en el mundo
fuera de la página en blanco
todo parece valer nada?

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