miércoles, 4 de agosto de 2010

Orestes

Permítaseme decir que soy débil y que he perdido el rumbo. Mi pequeño corazón se humedece con el resplandor de la belleza, se sonroja al ser descubierto deseando. Se ofusca y estampa la nariz bajo tierra. Alguna vez, algunas veces de ese alguna vez, el deseo abarcaba todas las calles, se encendía en cada esquina, en cada foco, en cada mirada. Alguna vez ha sido realmente así: como el ave de Blake, toda persona parecía esconder una potencialidad de placer infinita. La vida -que uno no se da cuenta hasta se descubre expulsado de ella. Tengo mi tomo inmenso de la Ilíada al lado, una botella de agua, toda la noche por delante. Basta asomarse y observar la expresión desdeñosa de Agamenón, la tez clara de Aquiles, la guerra y las pródigas hecatombes; basta, digo, hasta el sin embargo de su expresión asustadiza, cómo no me mira cuando sonríe, o -peor aún- hasta el botón enorme de la chaqueta del fantasma, sus labios escondidos (como, se me ocurre, Briseida dentro del campamento de Aquiles) detrás del papel, inalcanzables. Soy débil y el deseo se extiende como alfombra ante mí, traza un camino claro, sólo nebuloso visto desde dentro. perdiéndose a lo lejos entre el sufrimiento de un cuerpo agonizante. Fuera de eso, o en el ejercicio mental que representa lo no-eso, sólo hay palabras que se amontonan una tras otra. Occidente entiende la síntesis de lo llamado dionisíaco y apolíneo como la anulación de una y otra entidad: el deseo que anula el cuerpo. Oriente prefiere anular el deseo. Me encuentro en lo que en una canción se llamaba "a medicated peaceful moment". Si me fuera dado elegir... Pero sólo hay palabras. Sólo palabras, en cuyo ejercicio hay también un medicated peaceful moment. Supongo que realmente no existe remedio para nada.

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