Si Mozart no fuera tan bello, tan indescriptiblemente maravilloso, quizás mi sufrimiento sería un poco más vulgar, más austero y teenager-style ramplón: hay que agradecerle. Hay que dejar rosas imaginarias en su tumba, creer por un minuto en la inmortalidad del alma y la conexión entre la mente humana y elmundo de los muertos and all that crap (pero, aún así, Mozart no entendería mi lengua materna; hay que aceptar entonces, también, que todos los muertos son políglotas) y elucubrar: Wolfgang, mi adorado Wolfgang -gracias. Gracias por hacer de esta medianía, de esta voluptuosidad disfrazada de buenas intenciones, de esta duda como martillo en el corazón y en el sexo, de estos pensamientos que se meten cabe entre sí, que hacen arder mis pantalones y me dificultan la respiración, gracias por hacer de todo esto algo sublime a través de tu música. Gracias por prolongar determinada nota del clarinete, de la flauta, de las cuerdas, e insuflar de nuevas dimensiones, nuevos colores, nuevas sensaciones, mi vida diaria. Cuando recuerdo tus canciones en medio de un viaje en el subte, en el colectivo, mientras ceno con los amigos, de repente todo cobra sentido, un sentido maravilloso, digno de experimentarse. La vida se vuelve, de repente, digna de ser vivida: acaso ésta sea tu gran herencia. Son “sís” todas tus composiciones, una gran afirmación de la felicidad de la vida. Y de la belleza: una belleza casi insoportable, casi inhumana; belleza despiadada, implacable, total. Gracias, Wolfgang, y gracias a la fatalidad de la vida por haber propiciado tu nacimiento, tu revolución. Gracias.
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