Acostado, sin mucho que hacer, escuchando programas viejos de "La venganza". Atiendo, me río, claro -Dolina habla ahora del arte, de la relación biografía-artista o vida del artista-objeto artístico-, pero la mente huye de la emisión, vuela hacia lugares, bueno, no diré "insospechados" como mandaría el lugar común, hacia lugares que ya conoce, o que no conoce pero anhela conocer, como una patria imaginada a falta de patria verdadera, como ese Moscú de la Irina de Chejov, en fin. Es curioso cómo la imaginación genera lugares que resultan mucho más interesantes y con los que nos relacionamos más íntimamente que los diversos lugares a los que hemos ido o que hemos visitado. Esa es una de las razones por las que no me gusta sacar fotografías. Pero yo no pensaba en lugares: pensaba en el tacto de los labios. Anteayer o no sé cuándo tuve la esperanza de que su recuerdo fuese sustituido por otra mujer, con la que -me parecía- no sería descabellado pensar que sucedería algo, pero en fin, me pongo a analizar la situación y bueno, no es lo mismo. Es decir... en fin, ya está. Sucede que me descubro pensando en besar a B y caigo en la cuenta de que ese deseo es más difícil de controlar de lo que yo imaginaba. Intento trocar la clásica autoflagelación del "pude pero no lo hice porque soy un cabrón" por algo más optimista, del estilo de "bueno, si se dio una oportunidad, bien puede emerger otra", pero en general es difícil, difícil digo porque si soy sincero la culpa es un sentimiento que tiene -¡ay de mis antepasados románticos!- algo de "croce e delizia al cor", y porque en general estoy tan acostumbrado a sentirme culpable que lo hago automáticamente. Luego pienso en el tiempo, pienso en que debe prevalecer mi voluntad -pequeña epifanía en Recoleta, escuchando jazz con los amigos- pero que, a la vez, debo jugar bien mis cartas, vamos, al menos una vez en la vida. Debo insistir y demás cosas que no me gusta hacer. Hay que respirar profundamente, hay que evitar la fácil resignación, hay que calcular... ¡Calcular! La racionalización del hombre ha completado su ciclo: tengo que pensar hasta en el amor en términos matemáticos. ¡Muchas gracias, Galileo! En fin, aplicarme al grave ejercicio de la disciplina emocional. Domeñar: esperar. Dios, qué mal encuentro tuve con ella. Y qué fiaca pensar que voy a tener que ser gracioso e interesante por más de dos minutos al día. Mierda. La cosa es preguntarse qué es lo que quiero: la prioridad es saber con exactitud lo que se quiere, repetirlo una y otra vez y aplicarse, zambullirse en el vacío con la mano alargada. Siempre he sido como el protagonista de una de las cioncas de Calamardo: "No sé lo que quiero, pero sé lo que no quiero. Sé lo que no quiero y no lo puedo evitar. Puedo seguir escapando, pero sigo esperando. Sigo esperando, pero estoy cansado de esperar." Exactamente como eso. Cierto que es un defecto grave, y que tengo que decidirme a cambiar. Todo se reduce a dejar de esperar; pero luego me toca aguardar dos o tres días para llamarla y todo se va a la mierda. Debo insistir, sí, pero no debo ser pushy. Esperar. Respirar, fumarme un pitillo, esperar. Mierda. Y si no acepta mis pequeñas invitaciones, insistir, reschedulear y eso. Insistir, qué vaina. En fin, es la "medicina", jajajaja. Lo único que va a romper el hechizo es la experimentación en carne propia. Lo deseo tanto, pero ya ves, el pequeño hombre frente a sus pequeños problemas y la imposibilidad que significa el tiempo en su pequeña vida. Pero bueno. Ya se verá. Por ahora debo cambiar mi celular y estudiar economía. Lo demás se verá en su momento. Habrá que cruzar los dedos de los pies.
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