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jueves, 5 de junio de 2008

Estrella salvaje


Ayer acabé por fin a Wilde (en algún momento escribiré algo de la experiencia, o no) y me he puesto a leer la novelita cuya traducción causó furor hace unos meses -con muchos bloggers preguntándose, muy escépticos, hasta cuándo durará la fiesta- allá por Gringolandia, Estrella salvaje, de R. Bolaño. A Bolaño le tengo un cariño especial. En el 2005 un profesor que tuve en la universidad nos mandó a leer Los detectives salvajes, y la experiencia fue demoledora. Cuando la leí, sin embargo, tenía un panorama estrechísimo de la literatura en general -aún lo tengo, aunque algo menos estrecho-; después de algunos meses, o años, tras leer casi todo lo que había por leer de Bolaño en seis meses o algo así (eso sí, un poco distraídamente), y habiendo leído ya algo más, me pregunté si el asombro había tenido algo de pueril e ignorante. Un poco la pregunta que se hacen muchos lectores que, desesperados, comienzan a preguntarse si están equivocados al admirar a un autor que, de súbito, todos comienzan a admirar -aunque por razones muy distintas. Y un poco lo que pensaba ayer o anteayer sobre una frase del Retrato que decía algo así como "lo vulgar es más real que cualquier otra cosa". Lo sé, no tiene mucho sentido si lo digo así. Hay una concatenación de ideas allí sobre la que me gustaría escribir, pero que no tiene relevancia aquí. Vaya, todo lo que acabo de escribir no tiene relevancia alguna con el tema que quiero tocar. Mierda.

Lo que realmente quería o debía (¡debía!) escribir era más o menos esto. En Estrella hay ya muchos elementos que irán a repetirse en las siguientes novelas de Bolaño. En realidad, uno tiene la sensación de que Bolaño no ha hecho más que escribir la misma novela una y otra vez, al menos desde La pista de hielo. Acercándose paso a paso a su obra monumental, al libro soñado durante años y años. Estrella se anuncia desde el principio como una ampliación del último capítulo de La literatura nazi en América, y su trama desarrolla la vida y obra del soldado, poeta y asesino llamado aquí Carlos Wieder (en La literatura nazi, Ramírez Hoffman) narrada en primera persona desde la perspectiva de un tercero (en La literatura nazi es el mismo Bolaño, aquí aún no estoy seguro).

La literatura, la fascinación detectivesca, la violencia como experiencia de profunda transformación, el exilio de latinoamericanos a los lugares más inverosímiles, los amores tristísimos, la juventud súbitamente terminada, y hasta incluso una escabrosa similitud entre los crímenes de Wieder y la matanza, real, de mujeres en Ciudad Juárez, que serviría de base para uno de los capítulos más horrorosos escritos jamás, todos ellos temas que se repiten una y otra vez en la prosa de Bolaño, todos, están allí. Y, desde luego, también esos personajes tan tristes, tan inconsolables. A su manera, los personajes de Bolaño son muy hemingwayianos. Rezuman fracaso y miseria. Acaso la diferencia más importante se halle en que los de Hemingway no son totalmente conscientes de su miseria, como si se limitaran a vivir lo que les tocó sin hacer demasiadas preguntas, sin autocuestionarse ni arrepentirse. Sin atormentarse por lo que pudo suceder y no sucedió, o lo que sucedió y no debió suceder jamás. Su memoria, en este sentido, es escasa, quién sabe si accidental o voluntariamente. Los personajes de Bolaño, en cambio, tienen una memoria abrumadora. Dedican su vida desesperadamente a recolectar datos, a reconstruir y desentrañar cada pieza del puzzle. A comprender, en una palabra, y muy al estilo del Zavalita de Vargas Llosa, cuándo es que sus vidas se jodieron. Lo detectivesco en ellos es una forma de autoflagelación.
Pero no, esto no es exacto. En realidad, ellos conocen el momento exacto en que sus vidas se jodieron. Es el mismo en Estrella y en los Detectives: el golpe del 73 de Allende. El cambio súbito, violento, el momento en que, en palabras de Bolaño, "comprendieron que no comprendían", el momento en que la juventud se desvaneció para dar paso a una vida horrorosamente informe y evanescente. La violencia -en un sentido amplio: violencia como precipitación de los hechos, como destrucción de la realidad, como certeza repentina de haber caído en el absurdo- tiene en Bolaño una consecuencia particular: la de transformar a los que la padecen en fantasmas desde ese punto hasta el final de sus días. Hay algo inasible que se pierde para siempre, o, visto de otro modo, hay algo que para ellos la realidad pierde y ya no vuelve a recuperar. Y esta pérdida, sea lo que sea que se haya perdido, se transforma en Bolaño en la experiencia de todo un continente. Como si Bolaño hubiese hallado en esa-cosa-perdida nuestra más fundamental "latinoamericanidad".
Leer a Bolaño es francamente escalofriante. Leyéndolo, uno llega a convencerse de que los personajes que murieron han tenido mejor suerte que los sobrevivientes: éstos, en última instancia, tienen que cargar con las muertes de los primeros. El evento es tan devastador que los muertos terminan teniendo más realidad, más materialidad que los vivos, que devienen fantasmas. Un poco la respuesta a la pregunta que lanzaba Radiohead al aire en uno de sus videos más geniales. Un poco la más perniciosa de las pesadillas.

viernes, 28 de marzo de 2008

Post matin/après-midi

En el gran naufragio del hábito de lectura la poesía es, sin duda, la que se extinguirá más rápido. El mecanismo ya está en marcha. ¡Qué románticamente anacrónico resulta leer esas páginas de Los Detectives Salvajes en que uno de los personajes comenta (parafraseo de memoria): "levantas una piedra y encuentras a una chavita escribiendo de sus cosas"! Acaso la novela de Bolaño pueda leerse también como la crónica de los últimos días de la poesía: su fracaso por lograr esa doble renovación de sí misma y del mundo. Sería muy gracioso que el último pulso de la poesía tuviese un sesgo tan rimbaldiano.
Yo mismo no puedo leer un poema sin sentir al principio esa suerte de efluvio anacrónico, como el olor que desprenden esos libros que han estado cerrados demasiado tiempo. No es mi culpa. La masa de muchachos de mi edad que en el siglo XIX soñaba con la publicación de sus versitos en una revista o diario intelectual hoy sueña con la adoración masiva del rock-star. Si los héroes de Rimbe eran Baudelaire y ciertos poetas parnasianos, y el de Guillén Antonio Machado, los héroes de la juventud (Dios, hablo como si fuera un anciano) son Jim Morrison, Bob Dylan, Roger Waters, Kurt Cobain. Carajo, también son mis héroes. Es gracioso que de los cuatro nombres que he anotado, tres pertenezcan a generaciones pasadas y no a la mía. Incluso Cobain correspondería más a los gustos de mis hermanos mayores, si los tuviera. (Escribiendo esto último me he acordado de un capítulo de Six Feet Under en que, por medio de un flashback, aparece un Nathan joven, chaqueta de cuero incluida, escuchando un casette Nirvana y llorando por la recientísima muerte de Kurt. Y, cuándo no, fumando hierba.) En fin. Hoy en día, el vehículo lírico por excelencia es la canción; la rima ya no se sostiene por sí misma, necesita de una música que la acompañe. Lo que equivale a decir que la canción ha desplazado a la poesía. Sólo en algunas maravillosas excepciones podemos decir que la canción no ha dejado de lado la poesía, sino que se ha mezclado con ella generando un objeto de arte de belleza inconmensurable:
¡Ah! ¿Qué razón de ser
me habrá puesto piel
en la inmensidad?
Esos versos metafísicos de Spinetta ("¡Ah, basta de pensar!", Kamikaze, 1982) son dignos estar al lado de poemas tan geniales como Escrito a ciegas o Muerte sin fin. Otro ejemplo podemos hallarlo en una canción de Sabina, a quien tantos tienen como un verdadero poeta:
Y morirme contigo si me matas.
Y matarme contigo si te mueres.
Porque el amor, cuando no muere, mata.
Porque amores que matan nunca mueren.
Me arriesgo a decir que el impacto de esos versos escritos en un poema (incluso para el lector más devoto de poesía) no hubiese sido el mismo que el que poseen cuando son cantados por Sabina, cuya musicalización halla unos énfasis en las palabras que una lectura llana jamás hallaría. Gran parte de la belleza oral de la poesía se ha esfumado con la proliferación del verso blanco. Pienso que (y esta es otra de mis opiniones radicales), al enfrascarse en la búsqueda de una mayor libertad en el lenguaje, la poesía ha dado un paso más en el camino de su extinción. Pero no nos desviemos. Un tercer y último ejemplo del matrimonio perfecto entre poesía y canción: las imágenes "surrealistas" (más valdría decir, como los personajes de Bolaño, "infrarrealista") de "Ballad of a Thin Man", de Dylan, otro férvido lector -¡y cómo se nota!- de la obra de Rimbe.
You see this one-eyed midget
shouting the word "NOW".
And you say: "for what reason?"
And he says: "HOW?"
And you say: "what does this mean?"
And he screams back: "YOU'RE A COW!
Gimme some milk or else go home!"
Acaso Dylan fuese, sin querer queriendo, algo semejante a lo que buscó Neruda cuando disminuyó el número de sílabas de sus versos y "des-complicó" su lenguaje: un artista comprometido cuya obra fuese capaz de entenderse a nivel "popular". Acaso el primer Dylan, del que dijeron tanto que tocaba música folk, el Dylan de "Blowin' in the wind" y "The times they are a-changin'", encarnó ese ideal. Acaso a lo largo de su vida Bob Dylan haya sido el mejor paradigma del poeta-cantante desde que la poesía comenzó a ceder (posiblemente, desde mitades de los cincuenta del siglo pasado), el más completo, el que reunió las líricas sencillas y a la vez profundamente humanas y una música desprolija, así como la rebeldía, la moderna convicción de la inutilidad del arte, la mutación constante de estética y personalidad, el compromiso político, la conversión religiosa, el carácter tímido y huraño, todo en un solo hombre. Sólo por la existencia de Dylan puedo convenir con quien -¿quién fue, por cierto?- dijo que si Rimbe hubiese nacido en nuestra época, hubiera sido sin duda un rockero (y sólo si lo ubicamos entre mediados de los sesenta y comienzos de los setenta). ¿Se imaginan qué clase de música hubiese producido esa mente desviada y perversa? Sería interesantísimo ligar las distintas etapas de su vida y obra con los diferentes tipos de rock hasta ahora existentes, a pesar de que el resultado, sea cual sea, nunca estaría completo. Podríamos imaginarlo como un proto-Marilyn Manson, como un Cobain mil veces más inteligente, como un Jimi Hendrix mil veces más drogado...

Pero estaba hablando del final de la poesía, y de la desaparición de la lectura. Por un lado, la canción ha desplazado al poema -esto no es tan malo mientras existan las excepciones y no se pierda el hábito de consumir poesía. Por el otro, los novelistas sueñan con filmar sus historias (tenía un profesor que renegaba de esto), lo que resulta sintómatico si bien no es ni malo ni bueno en sí mismo. Y en medio, un grueso de teleaudiencia hipnotizada 24/7. Philip Roth lo puso de esta forma: "Hemos perdido la batalla contra las pantallas. Pronto la lectura será una cosa de culto". Roth llega por medio de la especulación a la misma conclusión a la que Caleb Crain arriba por medio de datos estadísticos en el artículo que publicó el año pasado en The New Yorker, "Twilight of books" (autobombo: el hipervínculo lleva a una traducción mía del ensayo). Crain nos advierte desde los primeros párrafos que el panorama es desesperanzador:

No existen razones para pensar que la lectura y la escritura están a punto de extinguirse; algunos sociólogos, sin embargo, especulan que la lectura por mero placer acabará por reducirse al ámbito de una "élite lectora" (...) Nos advierten que es probable que carezca del prestigio de exclusividad propio de esa época; puede que sencillamente se convierta en un "pasatiempo cada vez más arcaico."

¿Qué sucederá cuando los libros se vuelvan cosa de anticuarios, excéntricos, esnobs y freakies? Como dice Crain, nadie sabe qué alcance tendrá este cambio. La aventura literaria -al menos como fenómeno de difusión masiva- habrá durado lo que dura un parpadeo: poco más de tres siglos. ¡Temed, intelectuales, temed la inminencia de la segunda oralidad!

Pero yo hablaba de la poesía. Cuando ya nadie salvo los sub-normales lea poesía y ya nadie sienta esa magia que surge de una frase como chispazo de un fósforo, desde los versos más sencillos ("¡Qué descansada vida...!", "Toda ciencia trascendiendo", "Verde que te quiero verde"...) hasta los más complicados ("Estas que me dictó rimas sonoras", "Hay que ser absolutamente moderno"), cuando estas cosas formen parte del pasado ingenuo y vergonzoso del hombre, ¿dónde hallaremos una patria tan propicia como ella para soñar despiertos?