Dejar, digamos, el cinismo atrás. Perdona si de nada te sirve lo que te digo, si soy tan egoísta que solo hablo, pienso, digo cosas para mí mismo. Cuando me desmorono, me gusta que te des cuenta. Sales entonces persiguiéndome en la oscuridad, y eres tan, te ves tan. Pero es que no lo hecho para que tú y sin embargo allí, tout de suite, dans la obscurité. Y yo me doy cuenta de que soy tan inmaduro, tan engreído, pero allí mismo, justo cuando se asoman el asombro y la vergüenza ya está, que el artista, the ever popular tortured artist effect, que la vanidad, que la conducta peculiar y a aguantarse, yo que soy tan y me reconozco ante Izambard, tan enormidad en su castillo Bayreuth. ¿Y qué he hecho, sin embargo? Pero allí está, el latido. Lo aún-no-dicho-pero-presente. Y tú allí tan, pero yo en el otro extremo. ¿Qué ocurre en tu mundo en el que el arte es apenas una imagen en un muro, una página escrita en un libro cerrado, una canción mil veces repetida en las estaciones de radio? ¿En el mío? Es el relámpago.
Una página escrita en un libro abierto es igual de inútil. ¿Qué es si no apenas, cuándo es si no en su lectura? ¿Y qué mejor que cuando sale, se entromete en vidas ajenas, se vuelve carne y quizás cambio?
Es quizás lo que ahora parece: el gozo consumándose en la referencialidad. Volverse un homage. Disfrazarse de tragedia por puro aburrimiento. Es Madame Bovary. Es Catalina.
Es Catalina Bovary escribiendo cuentos sobre su bicicleta. ¡El último círculo del Dante quedó reservado para los soberbios!
Bravísima soberbia. Escupitajo sobre los epitafios. La literatura como un largo, enorme epitafio. ¿Pero epitafio para quién?
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