Uno se puede perder en 2666, y de seguro Bolaño la escribió con ese propósito. Uno se pierde de la misma manera en que se perdería en una ciudad desconocida, en donde todos los caminos conducen a todas las posibilidades y, al mismo tiempo, a ninguna parte. Desarraigo es una palabra que se me viene a la mente. Homelessness --el no tener hogar, el no tener adónde regresar-- es otra. Orfandad puede ser una tercera, pero esa tiene otros matices que quizás no vengan al caso ahora mismo. En todo caso hay un desplazamiento implicado, un contínuo y casi obsesivo desplazamiento que no conduce a un lugar particular pero que sí, me parece, lleva a los personajes involucrados a la locura, o a algo, al menos, parecido a la locura: a aquel estado mental en que la realidad se desdibuja y uno comienza a olvidar quién es o quién ha sido hasta ese momento.
Podría mencionar el ejemplo obvio, Rayuela. Pero fíjate que en Rayuela existe aún la magia: quiero decir que la realidad, en aquel momento en que deja de ser lo que ordinariamente es, con sus objetos ordenados y sus decisiones ya tomadas y sus caminos concretos y sus rutinas, puede transformarse en algo mejor, en lo que de manera algo vulgar podríamos denotar como una 'realidad poética'. Oliveira y la Maga se pierden en un París que casi siempre se muestra indiferente a ellos, pero aún así, por alguna casualidad fantástica, se encuentran: salen y se pierden pero se encuentran, y aún más, saben o siquiera intuyen que van a encontrarse. Esta esperanza de una realidad más generosa y abierta a toda posibilidad de placer y felicidad, creo, no existe en Bolaño. La realidad común es siempre mezquina y vulgar y cuando su disposición ordinaria se quiebra y revela lo que hay detrás, los personajes --y el lector-- se encuentran no con el vacío, como podría suceder en una novela existencialista, sino con la ruina, la locura y la muerte. Como si detrás de las bambalinas de la realidad nos encontráramos con una película de terror. Casi está demás recordar el epígrafe de la novela, extraído de "El viaje" de Baudelaire: "un oasis de horror en un desierto de aburrimiento".
Más parecido me parece el pasaje de Lolita en que Nabokov relata la persecución desmesurada que realiza Humbert Humbert a Clare Quilty a lo largo de Estados Unidos. Esa paranoia de reconocer símbolos atroces en todo lo que uno encuentra, como si hubiese una inteligencia superior a la nuestra que dispusiera esos objetos para enloquecernos.
El misterio, entonces, equivale de algún modo a la maldad. Y la manera de llegar al misterio --nuevamente Baudelaire-- es el viaje. En Los detectives salvajes era el viaje uno iniciático: el de García Madero hacia Sonora, en que descubre éste la 'vida en poesía', que no es otra cosa que la vida a la intemperie con los sentidos en carne viva --Rimbaud en París, Rimbaud en Londres-- en la que se va perdiendo el goce del sexo, la fe en el amor, y en la que se descubre que la poesía es un acto fútil que llevado al extremo conduce, de nuevo, a la ruina y a la locura y a la muerte; y el de Belano y de Lima, con similares consecuencias. En Amuleto también Auxilio Lacouture es viajera, también vive prácticamente sin hogar, y también se ha vuelto un poco loca, pero quizás ella sea la única que a final de cuentas conserva la fe en la poesía, que en esa novela equivale al canto de esperanza de los que aún son jóvenes.
En la primera parte de 2666 el viaje lo realizan unos críticos europeos especializados en la obra de Benno von Archimboldi a Santa Teresa, en México. Para el momento en que deciden viajar, siguiendo una pista que les ha revelado que Archimboldi podía posiblemente estar en aquella ciudad mexicana, ya hemos pasado suficiente tiempo con ellos como para conocer sus vidas. Los cuatro poseen soltura económica, tienen una posición laboral casi envidiable, dan clases en la universidad o regentan un departamento de estudios literarios y se pasan gran parte del año viajando para participar en conferencias a lo largo de toda Europa. Son, pues, lo que podríamos llamar personas 'realizadas'. Y sin embargo los cuatro son personajes marcados por una profunda soledad. Éste es un elemento clave en la obra de Bolaño: la profunda soledad de sus personajes. Trientañeros los cuatro, se encuentran por casualidad en una conferencia y se hacen amigos. Se escriben, se reúnen cuando coinciden en alguna conferencia, se telefonean. Pronto, dos de ellos, Pelletier y Espinoza, se enamoran de Liz Norton, la única mujer del grupo. Pero ¿se enamoran? Pelletier viaja de París a Londres de cuando en cuando y se acuesta con Norton, lo mismo Espinoza desde Madrid; si bien los dos están enterados de que Norton se acuesta con el otro, no la apresuran a decidirse. ¿Qué es lo que esperan estos personajes de Liz? ¿Qué es lo que esperan de su relación con ella? La vida se pasa así, sin grandes acontecimientos. El cuarto integrante del grupo, el italiano Piero Morini, personaje tullido y condenado a una silla de ruedas, actúa como mero espectador.
Esta sobriedad, este miedo de Pelletier y Espinoza a caer en un romanticismo rimbobante y obligar a Norton a elegir a uno de los dos, y también la indiferencia y la levedad con que Norton lleva su relación con ambos, quiere representar el esfuerzo de los personajes por plegarse a aquello que podríamos llamar una conducta civilizada. La civilización del Primer Mundo, tan de avanzada, donde un trío nada sorprende, donde el amor apasionado es una huachafería y el sexo lo más común y menos íntimo que hay en el mundo. Supongo que esta conducta civilizada, al conllevar en ella una censura al deseo pasional, no es otra cosa que otra máscara de la soledad.
Claro que la actitud civilizada y de avanzada de estos académicos se destruye en la escena del taxista paquistaní. En uno de sus encuentros, Norton, Pelletier y Espinoza toman un taxi al salir de un restaurante. Los tres conversan despreocupadamente de su relación, y el taxista, con una sinceridad tan brutal como la consecuencia que acarreará su dictamen, afirma que Liz se está comportando como una puta y que Norton y Pelletier se han convertido en sus chulos. Le piden que pare el taxi, Espinoza sale del auto, abre la puerta del conductor, lo arrastra al suelo y entre él y Pelletier le propinan una paliza que lo deja medio muerto en la acera. ¿Y qué otra cosa podían haber sentido los tres después de la paliza sino placer, gozo desaforado, una sensación que Bolaño compara con la de haberse corrido después de coger por horas? Norton decide dejar de verlos, pero pronto, porque la vida es así de mezquina y los acontecimientos frugales terminan empañando la memoria y limando las esquinas del trauma, reanudan su relación.
Hay otro evento que rescatar: la historia de Edwin Johns, el pintor que se corta la mano derecha para realizar un autorretrato que termina siendo su obra maestra. El pasaje es verdaderamente antológico. Johns se traslada a un barrio obrero --que en la actualidad de la trama se ha vuelto un barrio chic londinense: el procesamiento de lo intangible en algo fashion e inocuo-- para realizar su obra, y de alguna manera la violencia y la fealdad y la pobreza lo termina enloqueciendo. Al narrar el episodio de la automutilación Bolaño logra un estilo tan frío, tan indiferente frente lo terrible que se está narrando, como si fuera lo más normal del mundo, como si fuera otro acontecimiento frugal e inane en la vida de sus críticos, que lo deja a uno frío:
Una mañana, después de dos días de dedicación febril a los autorretratos, el pintor se había cortado la mano con la que pintaba. Acto seguido se había hecho un torniquete en el brazo y le había llevado la mano a un taxidermista a quien conocía y quien ya estaba al tanto de la naturaleza del nuevo trabajo que le esperaba. Luego se había dirigido al hospital, en donde cortaron la hemorragia y procedieron a suturar el brazo (76-77).
Esta filosofía narrativa hemingwayiana (si se me permite el término), que propone la narración más simple de los hechos más terribles para, como decía el gringo, dejar que el acontecimiento revele por sí mismo su propia verdad, es marca de estilo de la prosa de Bolaño. La prosa más sencilla que busque el efecto más brutal, como un mago que ejecuta su truco con las manos desnudas. Una prosa que con su simpleza --es decir, con su desasimiento, con su indiferencia frente a lo narrado-- añada más horror a la de por sí horrorosa historia que intenta contar.
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