A veces sucedía con tanta intensidad que pensaba que iba a morirme. Luego se lo decía; me miraba con sus ojos negros y se quedaba en silencio, apenas las puntas de los dedos tocando mi antebrazo. Entonces, quizás sin traducirlo en materia verbal -pero, ¿existe tal cosa?-, comprendía obscuramente el alcance de su sabiduría. Mis palabras arruinaban todo. Todo se arruina con las palabras.
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